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En la fiesta no hay mártires

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En la fiesta no hay mártires

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Frente a la represión, la aprobación de leyes antiderechos, la crisis de la justicia y la cooptación de la USAC, los jóvenes en Guatemala han apostado por la ternura radical, la fiesta y el gozo como una forma de resistencia. Esta reconfiguración de los movimientos de la juventud ha destado indignación y “cancelación” por parte de aquellos que ponen en vilo la posibilidad de la alegría ante la ola autoritaria que vive Centroamérica. Pero ¿qué significa una fiesta cuando el Estado arrebata derechos? ¿Qué implica ser feliz ante una negación de la identidad?

Fue un golpe bajo, una burla, un arrebato violento de la alegría. Eran casi las 8 de la noche del 8 de marzo de 2022, el Día de la Mujer. No quedaban muchas personas en la plaza central de Ciudad de Guatemala. En un país en el que el anochecer es sinónimo de peligro, casi todo acaba temprano. La noticia comenzó a circular rápido en redes sociales, el Congreso había aprobado la iniciativa 5272, que con términos medievales penalizaba el aborto, limitaba la educación sexual integral y prohibía el matrimonio de personas del mismo sexo.

Esa noche la rabia movió a mujeres que participaron en el festival del 8M, muchas de ellas no pasaban de los 35 años. Llegaron al Congreso. Las esperaban en fila decenas de policías, los mismos que un año antes, en el #21N, habían reprimido a estudiantes con gases, golpes y balas de goma que le quitaron el ojo a al menos a dos personas. Lograron empapelar la puerta aunque el plantón duró poco. A pesar del ímpetu, había miedo. «Comenzamos a replantearnos qué tan seguro era estar ahí», recuerda Camila Samayoa de Landivarianas. A eso de la media noche la avenida ya estaba vacía.

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El día acababa con una noticia trágica y redes sociales atiborradas de publicaciones que exigían muestras contundentes de oposición: «Poco les duró el reclamo», «Hay que hacer algo», publicaban algunos usuarios. ¿Pero qué habría de hacerse? ¿Quiénes lo harían?  ¿En quiénes recae el mandato de hacer? 

Se esperaba que los siguientes cinco días fueran convulsos. El 9 de marzo, mientras el Presidente Giammatei invocaba a Dios en una plaza cercada por la Policía Militar y la Policía Nacional Civil, los gritos de protesta de jóvenes de colectivos feministas, de LGBTIQ y estudiantes autoconvocados empañaban los esfuerzos del gobierno para celebrar un paradójico «Día Nacional por la vida y la familia». Una alfombra de pino y rosas blancas con el mensaje «País de la pobreza, hambre y robo» cubría una de las calles.

«Esos cinco días no hicimos nada más que tratar de frenar la ley. Se estaban preparando medidas legales, pero también organizamos con otros colectivos la manifestación contra el odio. La convocamos para el sábado con lo mejor que podíamos hacer: postear en redes sociales, hablar con medios de comunicación, coordinar esfuerzos», recuerda Juan Pablo Hernández, presidente de Visibles. Desde hace años que lo digital no solo es un medio, es también territorio de lucha. Esa era la previa, la preparación para la fiesta de resistencia.

El sábado, decenas de jóvenes, estudiantes de la Universidad de San Carlos (USAC); de la Landívar, de la Del Valle, colectivos feministas, comunidades LGBTIQ+, asociaciones campesinas y pueblos originarios se reunieron de nuevo frente al Congreso y, más tarde, en la Plaza de la Constitución, renombrada hace algunos años como Plaza de las Niñas.

Perreo, twerking, cumbia, rap, pintas, brillantina, dos mujeres sosteniendo una manta con un  un «Cállate blanca». Una mujer disfrazada como El cuento de la criada, otro, como Doris el personaje trans de Shrek. Las banderas de la Asociación de Estudiantes Universitarios Oliverio Castañeda de León (AEU), de Landivarianos, la del orgullo, de la comunidad trans, de movimientos campesinos indígenas; todas sostenidas juntas en un círculo que bailaba al ritmo de la música de Lady Gaga, de Rebeca Lane, de Sara Curruchich y del reguetón. El baile frente a un despliegue de policías. La manifestación se convertía, poco a poco, en un performance hipertextual.

La rabia y el miedo se habían transformado. Ese día se consagraba, como tantas otras veces a lo largo de la historia, la resistencia a través del gozo. Y ante la ley que quitó derechos, ese día hubo fiesta. Pero también hubo mucha crítica y «cancelación» en redes sociales por parte de quienes ponen en vilo la posibilidad de la alegría ante la ola autoritaria que vive Centroamérica.

¿Qué significa una fiesta cuando el Estado arrebata derechos? ¿Qué implica ser feliz ante una negación de la identidad?

«En condiciones de opresión, la risa ejerce un poder renovador: es una especie de contagio que al sacudir el cuerpo afirma los vínculos de una comunidad. De la mano de una risa que puede siempre convertirse en lágrimas, nos enfrentamos a sonidos y gestos que no son del todo palabras, o que están mucho más allá de las palabras. En ese límite del lenguaje, la naturaleza amenazadora y fatal del dolor da paso a una ruptura somática respecto del sometimiento que estalla en un formidable aliento vital al mismo tiempo contagioso y clamoroso».  Judith Butler en su ensayo «Sin miedo: formas de resistencia a la violencia de hoy».

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El término «ternura radical» empezó a tomar fuerza en Latinoamérica hace un poco más de diez años, cuando la colectiva Pocha Nostra lo conceptualizó como «manifiesto poético y corporal para accionar desde las emociones. Utilizar la fuerza como una caricia». 

La socióloga Silvia Trujillo, asegura que es un término incorporado por el movimiento feminista que tiene su parteaguas en prácticas muy ancestrales de cuidado. La ternura radical plantea el disfrute de la vida política.

En los últimos dos años, Camila Samayoa, activista y estudiante de Ciencia Política, se ha dedicado a la investigación de la ternura radical en los movimientos sociales de la juventud en Guatemala. En su búsqueda por los orígenes, ha logrado identificar el 2020 como uno de los primeros momentos en el que se nombra el término públicamente en el país. Se enunció en el Encuentro de Mujeres en Movimienta en la que «la ternura radical pasó a ser entendida como un principio político, una herramienta organizativa y un motor de transformación política».

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Desde ese momento, y cuando el concepto fue introducido en el terreno digital acompañando copys y publicaciones sobre las manifestaciones, el incendio en redes se propagó. Los videos de los jóvenes bailando durante las manifestaciones atrajeron una ola de burlas, críticas y acoso. Muchos de ellos hombres, académicos, antiguos dirigentes de movimientos que exigen organizaciones menos «tiernas» y más «radicales»; así, a secas.

El día de la manifestación contra la aprobación de la iniciativa 5272 no fue la excepción. Ese 8 de marzo de 2022, usuarios en redes se mofaron de las formas en las que se realizaba el plantón frente al Congreso. «¿Pretenden derrocar una dictadura bailando?”, «Bola de maricas», «aguadas», «locas y ridículas» eran algunos de los mensajes lacerantes.

«La ternura radical hace un sismo en estas estructuras políticas patriarcales», dice Camila Samayoa. Estructura que no solo responde al Estado, sino también a las formas de organización de los movimientos sociales tradicionales que toman por única y válida su forma de resistencia. Ahora, las formas de identificación son otras. «Nos negamos a resistir desde la infelicidad», afirma.

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Para Silvia Trujillo es imposible entender las críticas a la ternura radical en Guatemala sin tener una mirada histórica. En un país guiado hacia el terror, una guerra de 36 años, 200,000 víctimas, 45,000 desaparecidos, y una ola autoritaria encabezada por partidos de derecha que han gobernado por más de sesenta años «hablar de ternura parecería como una idea despolitizada. Pero al contrario, es profundamente política porque va a contrapelo con una historia de martirio». Para Trujillo ese ocho de marzo es un ejemplo de una fiesta como una “negación de la propia negación de las identidades”.

Desde las miradas de jóvenes que participaron activamente en movimientos sociales durante los últimos años, la alegría también es una respuesta digna y válida. Briseida Millián —quien tenía 24 años cuando encabezó el movimiento #JusticiaYa durante el estallido social de 2015 y cuatro años más tarde, en 2019, cofundaría el Instituto 25A— explica que en contextos históricamente violentos y represivos, la adherencia a organizaciones y movimientos políticos pone en extremo peligro a las personas que lo integran:  «el gozo se convierte entonces una de las muchas formas de sostener lazos, no solo por la causa de lucha, sino por y para los mismos integrantes».

Pero la resistencia a través de la alegría y la ternura radical no solo ha atravesado a los movimientos de mujeres o de las comunidades LGBTIQ+, también ha permeado otros espacios, como el movimiento estudiantil universitario, que por más de cien años había sido —públicamente— un espacio muy masculino.

La fiesta y el gozo pasan a ser parte importante de la resistencia a la corrupción y al autoritarismo.  Se convierten en expresiones potentes en la lucha por la democracia.

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Dos meses después de aquel 8 de marzo, estudiantes de la USAC decidieron tomar el Museo de la Universidad de San Carlos (MUSAC) ante un fraude anunciado en la elección del rector de la única universidad pública del país. Durante la toma hicieron una fiesta. Le llamaron festival «La Limpia».

El 27 de abril, estudiantes de agronomía, miembros de la AEU, estudiantes autoconvocados, catedráticos y asociaciones estudiantiles ingresaron al MUSAC para evitar que los cuerpos electorales de Innova, el partido de Walter Mazariegos, pudieran entrar a unas elecciones que eran, a los ojos de todos, viciadas. Mazariegos había movido todas las piezas necesarias para anular a la oposición, quitándole el derecho de votar a 7 cuerpos electorales. Los estudiantes lo habían denunciado meses atrás, temían lo peor. Y pasó de nuevo; un golpe bajo, un arrebato de esperanza.

«O todos o ninguno» fue la consigna. Ahí estaba Naomi Valdés, estudiante de Antropología Sociocultural. Recién cumplía los 22 años cuando, junto a unos veinte compañeros más, decidieron tomar las instalaciones. Ese día decidió firmar un acta administrativa en la que se hacía cargo del recinto universitario durante la toma.

Entraron y cerraron las puertas. Afuera, compañeros y catedráticos enlazaban los brazos para hacer una valla humana que impedía a los electores entrar a una votación que era todo menos legítima y democrática.

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El ambiente se puso tenso cuando empezaron los jaloneos, cuando uno de los electores tomó el teléfono de uno de los estudiantes que grababan y lo quiso tirar al suelo. Cuando comenzaron a empujar y apareció la policía. Naomi vio a sus compañeros resistir a los empujones y recordó que, ante las provocaciones, no iban a responder. Lo habían decidido desde días antes, cuando organizaban la toma. «Con tantas heridas abiertas que tiene este país, la decisión fue siempre ir del lado de la vida. Resistir desde ahí». Las elecciones no sucedieron. Al menos no ese día.

Esa noche, dentro de las instalaciones del MUSAC, nació la idea de la «La Limpia». Con una laptop en las piernas, Luz Martínez, estudiante de Física y Secretaria en funciones de la AEU, y Naomi Valdés Secretaria General Adjunta, hicieron el primer afiche para el área metropolitana.

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Convocaron a la velada, pero también a hacer un «ponche comunal». Pedían frutas, tablas para picar, ollas y cuchillos para prepararlo. La idea era buscar otras formas para convocar, incluso a esos estudiantes de primer ingreso que jamás habían podido pisar un aula por la pandemia. Reconocían que parar las elecciones por un día no podía llamarse triunfo, que la lucha continuaba. Habían recibido jaloneos, los había amenazado la policía y sabían que Mazariegos no iba a descansar hasta lograr ser rector. Ellas preparaban una velada de resistencia. 

Cuando publicaron la convocatoria en las redes sociales, al igual que unos meses antes, la indignación se esparció. «En mis tiempos por 50 centavos armábamos vergueo», escribió uno de los usuarios en Twitter. Esos que alguna vez habían pisado la misma universidad, que alguna vez también fueron estudiantes, los tachaban de «huecos», de «feminazis», de «nenes», y se mofaban de una AEU que no quiere mártires y escribe con lenguaje incluyente.

 

Otros, más moderados, criticaban la pasividad y la poca afluencia de estudiantes. «Con ponches no van a afrontar a las mafias». Algunos posts evocaban imágenes de manifestaciones masivas —y urbanas— de la Revolución de Octubre de 1940; o las de los 80s, en plena dictadura y conflicto armado interno. Otras de tiempos más recientes, como la del  2020, cuando algunas personas prendieron fuego al Congreso de la República durante la manifestación del #21N. Como dos meses antes, la mayoría de los usuarios que escribían mensajes de burlas y acoso eran hombres mayores.

El 28 en la avenida entre el Congreso y el MUSAC los estudiantes colocaron la bocina, el micrófono y una mesa grande de plástico donde cocinaron juntos el ponche. No había muchos, no fue masivo, fue más bien una especie de desahogo para quienes habían puesto el cuerpo esa mañana.

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El festival empezó con algunos artistas y canciones de protesta. Más tarde, la escena se convertía en un karaoke grupal con canciones de Belinda, de Selena Quintanilla, de RBD. La avenida era la pista de baile de cumbia, merengue y reguetón. Fiesta.

«Fue poético, nosotros frente al Congreso, bailando cumbias rebajadas. Nunca creímos que la lucha fuera solo esto, pero en ese momento era lo que necesitábamos», recuerda Luz Martínez. Para ella este festival también significó una forma de reflexión. «No necesito martirizarme todo el tiempo para resistir. Puedo resistir desde lo que soy, estar con mis amigos, cantar y reír».

«Cuando ninguna aptitud ni ninguna discusión racional puede llevar a una resolución tolerable, el cuerpo escapa, y este rapto de la risa constituye, diría yo, las condiciones de una resistencia viva, de una resistencia por parte de los vivos y en nombre de los vivos», Judith Butler.

Naomi Valdés y Luz Martínez reconocen que las críticas no solo vienen de las redes sociales. Dentro del mismo movimiento estudiantil las disputas sobre las formas de resistencia son también un tema candente. Hay una especie de obsesión de buscar un caudillo, un mártir, un Oliverio Castañeda de León, ese que pronunció su último discurso un 20 de octubre de 1978 antes de que fuerzas armadas del Estado lo asesinaran a tiros en el centro de la ciudad. Ahora es más difícil reconocer nombres, caras que se conviertan en símbolos. «Patria o muerte» ya no es más un estandarte de las consignas de protesta.

«Todos los reclamos son en una nomenclatura de entender la lucha de los movimientos desde lo heteropatriarcial, la dominación masculina, mestiza y el adultoscentrismo», dice Silvia Trujillo. Los movimientos de ahora están cambiando las formas «lo que no significa que estas o las otras formas sean menos válidas». Son diferentes. Después de la toma del MUSAC, seis centros universitarios más fueron tomados en todo el país, incluidos el Campus Central y el Centro Universitario de Occidente.

La Plaza de los mártires, los murales, las placas dentro de la Universidad de San Carlos son un recuerdo de los más de 700 estudiantes que perdieron la vida por el terrorismo de Estado. Para Naomi Valdés son también símbolos de que la memoria es algo vivo. De aquello que se repitió tanto después de la guerra: Guatemala, nunca más.

«Repetir las lógicas de mártires se sale desde mi postura política y mi sentir como una mujer joven que busca espacios para sanar heridas individuales y colectivas. Vamos tras la vida no tras la muerte, y eso significa cambiar el discurso a uno que no olvida y mantiene la memoria histórica viva y vigente», dice Naomi.  

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Desde la organización universitaria hay un esfuerzo consciente de cambiar las formas de organización y evitar el caudillaje. Naomi está segura de que tiene que ver con la participación de las mujeres y las disidencias sexuales dentro del proceso de resistencia universitaria. Después de más de 17 años de cooptación de la AEU en manos de integrantes ligados a la corrupción, en 2017 fue recuperada. Desde entonces y por primera vez en la historia, las Secretarias Generales han sido mujeres. «Estamos tratando de eliminar prácticas como la verticalidad, crear espacios horizontales e insertar en el movimiento estudiantil luchas que nos atraviesen a todas las personas», dice Luz Martinez. Para ella, la fiesta es una herramienta más de una larga y contundente lista de acciones para resistir. Una forma de relacionarse a través de la ternura, de la comprensión y la empatía.

«Es un error pensar que no hay liderazgo», defiende Briseida Millián. Entender que son diversos es también un ejercicio de reflexión. El aprendizaje de los mártires ha cambiado las formas de relacionarse con las luchas. «Esos cambios nos llevan a pensar la posibilidad de otras vías para incidir». Millián afirma que el cuidado propio es uno de los aportes más valiosos de los movimientos de jóvenes actuales: «poner tu vida, tu descanso y tu integridad como el corazón de la lucha».

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Al final de todo goce siempre hay un periodo en el que la realidad se estrella en los cuerpos, a veces suave y sutil, a veces de forma violenta. Llega «la goma», la resaca.

Dos días después de la marcha y fiesta contra el odio en aquel marzo, el Congreso de la República engavetó, a petición del Presidente Alejandro Giammattei, la ley que penalizaba el aborto y prohibía el matrimonio del mismo sexo. Los diputados, que cinco días antes habían votado a favor, admitieron que «habían cometido un error». Para las mujeres, jóvenes, feministas y comunidades LGBTIQ fue como volver a respirar. Una pequeña victoria por la defensa de los derechos. «Un triunfo entre un contexto profundamente autoritario», dice Camila Samayoa.

Para los estudiantes de la Universidad de San Carlos, la resaca fue abrupta y violenta. El 14 de mayo, un mes después de la toma del MUSAC, del Campus Central  y del festival «La Limpia», los cuerpos electorales de Walter Mazariegos volvieron, de forma ilegal, a realizar las elecciones. Ante la toma de los recintos universitarios, alquilaron el Parque de la Industria, un establecimiento privado. Contrataron guardias de seguridad y personas particulares que con pasamontañas intimidaban a los estudiantes y catedráticos que habían llegado a manifestar. La Policía Nacional Civil también estaba ahí. Ese día los reprimieron con golpes y con gases lacrimógenos. Luz, Naomi y decenas de estudiantes fueron golpeados. En unas elecciones amañadas, secretas y sin oposición, como en el caso de los dictadores, Walter Mazariegos fue nombrado rector de la Universidad.

Luz recuerda la profunda tristeza. Recuerda salir del Parque con los ojos rojos. Sentarse a comer y llorar. Para ella, como para cientos de estudiantes, Mazariegos no sería jamás rector.

A finales de ese mes, Naomi Valdez junto con otros tres compañeros más, Kenya Urrutia, Samuel Pérez y Cristopher Morales, fueron denunciados penalmente por las autoridades de la universidad. A ella la acusan del delito de «usurpación agravada» por la toma del MUSAC. Ella y sus compañeros habían firmado un acta administrativa. No solo fue una denuncia con saña, ella lo sintió como una traición.

Más de 160 días ha durado la #DignaResitencia de la USAC. Ocho sedes tomadas, cientos de estudiantes en paro, más de cien acciones organizadas, incluyendo denuncias, mesas de diálogo y protestas, encabezadas por las facultades y escuelas en todo el país. «Tenemos la certeza que esto va para largo, pero nosotros no nos vamos a rendir. La organización ya es un gran triunfo. Que docentes y estudiantes se acuerpen, es también una victoria.  No será nunca nuestro rector y no dejaremos de decirlo. Estamos construyendo las bases, y si él no se cansa, nosotros tampoco», afirma Luz.

No importa qué tanto pegue la resaca , que tan fuerte sea. No importa qué tanto arrebate. Después de reponerse el cuerpo pide de nuevo disfrutar. Los jóvenes saben que mientras la lucha continúe, el goce también. La lucha de los vivos como Camila, como Luz, Naomi, Briseida y Juan Pablo; como las decenas de jóvenes guatemaltecos que resisten a morir o dejar morir sus ideales. Que quieren estar vivos para seguir bailando, para usar su voz en contra de las injusticias. Que quieren vivir para reír. Porque en la fiesta no hay mártires.

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Esta historia forma parte del especial «Hay fiesta. Jóvenes LatAm». Disponible en www.jovenescondestinolatam.com. Una producción de FesComunicación

Editada por: Pere Ortin

Coordinada y producida por:

Omar Rincón y Daniela Bojorquez

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