Vale la pena preguntarse si quienes han utilizado lo político para estructurar el actual diseño de extracción de rentas en la esfera estatal y en el modelo imperante de acumulación están ahora frente a una verdadera amenaza exterior que los obliga a pactar con quienes no han querido ni tenido que pactar. O si, más allá de la hipotética amnistía legal, en realidad no se aprestan sino a organizar a sus cuadros políticos para restaurar su control fiduciario sobre el Estado de una manera amigable y de beneficio mutuo con la política hemisférica del Norte.
Dicho imperativo foráneo se agota en ordenar la casa, y no en una agenda de instauración de un verdadero gobierno de las leyes en detrimento de la corporativización del Estado, una de las verdaderas causales de la corrupción. Los efectos no intencionados de la acción tienen sus límites, y los que hablan de «alianzas tácticas» bien deberían al menos considerarlo.
La agenda de pacificación de aguas, que busca evitar que los fracasados Estados del Triángulo Norte sean el pivote del corredor del crimen transnacional y de la exportación de pobres a Estados Unidos, no ha dejado de hacerse obvia en ese ir y venir de funcionarios estadounidenses en el último par de años. Parece que no solo ya se dejó claro cuál es el mandato, sino que además ya se eligió a los interlocutores válidos. Esto quedó plasmado en una foto de esas muy del folclor del activismo guatemalteco: en un buen hotel, con pompa mediática de la cual nadie se acaba enterando nunca quién la patrocina ni cuánto termina por costarnos.
Hacia principios de los años 2000, el agotamiento de las expectativas pos acuerdos de paz y el fiasco en términos sociales que supuso la década de reformas neoliberales crearon el marco de oportunidad para que los ya tantas veces mencionados capitales emergentes y antiguos y los (históricamente útiles) operadores políticos de raigambre militar se hicieran con el control del Estado, para lo cual les disputaron la hegemonía de lo público a las élites tradicionales y enarbolaron una bandera antioligárquica que los llevó a un fracaso estrepitoso al abrir la disputabilidad del Estado y, por ende, la caja de Pandora de la crisis sistémica. Se estrellaron de frente con la severidad de esa ley inscrita, que en ese momento emergió como algo llamado Día de la Dignidad Nacional.
«Es un movimiento que empieza contra la corrupción, [contra] la impunidad y por la transparencia», afirmaba el empresario Felipe Bosch con la misma solvencia del Grupo Multisectorial que en 1993 le hizo frente a la podredumbre política que precipitó la huida de Serrano Elías. La crisis de Estado fue resuelta por aquellos actores, que revistieron la moralidad propia de la organización social guatemalteca e iniciaron así una serie de reformas bastante beneficiosas para algunos de los que posaron para la foto en 2018.
«La medida […], que ha sido convocada por la cúpula empresarial organizada y acuerpada por estudiantes y algunos sindicatos, pretende hacer entrar en razón al gobierno de Alfonso Portillo». Y aunque aquello representaba pérdidas económicas para el sector privado, «el Cacif considera que la dignidad no tiene precio». Allí está la esencia de la lucha contra la corrupción: la restauración de las buenas costumbres, no el juicio crítico a las estructuras que la posibilitan.
El presidente de la Fundesa y orador en el evento de la semana pasada remataba: «La medida podría ser solo el inicio de un proceso que abra espacios». Curiosamente, el performance de nuestras grandes victorias contra la corrupción y la impunidad ha tenido históricamente a los mismos actores políticos, con la misma retórica y con resultados bastante adivinables.
Siempre que se da una crisis de legitimidad y de comprensión normativa de la idea de Estado como la iniciada en 2015, el moralismo de la ley del padre emerge a través de la clase empresarial con toda su investidura simbólica: ese nombre del padre que reviste una dimensión moral y religiosa, como en 1993 y en 2001, como significante amo de la moralidad y del goce patológico de la imposibilidad de una república más allá del placer retórico, como gran significante instituyente de la cultura política, constructora del sentido y la legitimidad de nuestra visión normativa de lo político.
La foto de los empresarios que por sus fueros vuelven a rescatar al país en una nueva alianza táctica con la sociedad civil es la ley del padre en toda su extensión, respecto a la cual la praxis política de la clase media no parece tener mayores argumentos para deconstruir y resignificar.
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