A finales de los años 80, cuando estudiaba en una institución jesuita, tuve la oportunidad de conocer muy de cerca el milagro nicaragüense. Resaltaba entonces la figura de Daniel Ortega. Los ideales de justicia e inclusión social eran una hermosa realidad en el hermano país, y la esperanza de construir un mundo más humano y equitativo estaba al alcance de la mano. Pero luego vino la debacle sandinista en las elecciones de 1990. El asedio del imperio del norte, la sombra de la guerra, las privaciones económicas y la austeridad permitieron el retorno de la derecha conservadora al poder de la mano con Violeta Chamorro. La imagen sandinista empezó a perder brillo desde entonces, especialmente ante la famosa piñata: el reparto apresurado de bienes entre los miembros del partido.
«Hubo quienes corrieron detrás de automóviles, fincas, negocios, casas, sin ningún pudor. Entonces, esto derrumbó todo el edificio de lo que se había construido sobre la idea de la Revolución» (Sergio Ramírez).
Muchos años después, Nicaragua vuelve a estar en el ojo del huracán y los protagonistas parecen ser los mismos: Daniel Ortega y lo que algunos llaman el asedio imperialista. Pero el libreto es completamente diferente. Si en los 90 un digno Ortega entrega el poder al adversario ideológico, en el 2018 se aferra al poder sin importar que para ello tenga que cometer toda clase de atropellos contra el pueblo que un día juró defender. ¿La justificación? Que no iban a cometer los mismos errores del pasado. En el camino, lamentablemente, se olvidaron de todos los principios que un día juraron defender. Si eso no es suficientemente patético, lo peor viene de los intelectuales de izquierda decididos a defender lo indefendible. El discurso de la izquierda para legitimar los asesinatos y las violaciones de los derechos humanos es quizá la peor de todas las miopías.
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El meollo del asunto para las izquierdas de América Latina es que, en su lucha contra los que consideran sus enemigos acérrimos —la derecha recalcitrante—, asumen acciones que terminan siendo una mala copia de quienes supuestamente quieren derrocar. Les pasó al Partido de los Trabajadores en Brasil y al Frente Sandinista de Liberación Nacional en Nicaragua, y algunos piensan que quizá le ocurrirá a Morena en México: una vez que llegan al poder, difícilmente gobiernan si no es en una suerte de contubernio con los poderes económicos, con quienes terminan cogobernando. Al final, el trillado discurso revolucionario se usa solo para esconder prácticas oligárquicas diseñadas para defender los privilegios de quienes se sirven a manos llenas del sistema. La traición está consumada.
El problema de fondo es que la izquierda sabe repartir beneficios, pero no sabe cómo crearlos, mientras que la derecha sabe perfectamente cómo hacer negocios, pero no le interesa para nada repartirlos, sino concentrarlos. El gobierno ideal sería aquel que combinara la capacidad de la derecha para hacer negocios y la capacidad de la izquierda para repartir beneficios —los principios de la economía social de mercado—.
La izquierda, por lo tanto, parece incapaz de adaptarse a la realidad de un mundo globalizado. Y esa incapacidad sistémica es la causa principal de su derrota.
«El Estado nacional ha perdido la autonomía estratégica para determinar la vía de desarrollo de la nación. Por lo tanto, la concepción de liberación nacional o de revolución nacional antisistémica carece de sentido hoy en día» (Heinz Dieterich Stteffan).
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