La linterna no es necesaria: una fila de candelas ilumina la entrada del Palacio Nacional. En el suelo se vislumbran pancartas de colores y pequeñas islas de cera que van derramando las candelas. «No entiendo por qué se te ocurrió venir a esta hora. Todos están cuajados», me dice mi hermano. Es cierto. Las siluetas de los hombres y las mujeres que se encuentran cubiertos por algunas colchas no se inmutan con nuestra presencia. Algunos se encuentran totalmente cubiertos, y solo logramos identificarlos por las manos, que permanecen encadenadas a la puerta principal del Palacio Nacional.
Los cuatro que llegamos nos quedamos en silencio hasta que alguien resurge de entre las colchas y nos da la bienvenida. Es un joven, delgado y bajito. Parece estar contento a pesar de que le interrumpimos el sueño. No tiene miedo. Confieso que de estar en su lugar estaría cagada. Nos saluda como si lleváramos tiempo de conocernos. Nos ofrece algo de beber y nos invita a tomar asiento sobre las gradas, donde también duermen otros.
Poco a poco, conforme se acerca la hora del amanecer, se van despertando más personas. Se llena el espacio de diálogo, de risa y del ruido de las cadenas que chocan contra las rejas de bronce. Nos cuentan su historia y sus motivos: algunos cumplieron una semana de estar aquí y otros se han venido uniendo conforme pasan los días. Manifiestan en paz porque defienden la tierra que aman, porque anhelan la justicia y quieren un país digno donde puedan crecer sus hijos.
«Recibimos amenazas y nos acusan de estar en componendas con partidos políticos. Pero nada de eso es cierto —continúa diciendo uno de los jóvenes—. No nos interesa un hueso. Solo queremos un país sin corrupción. Nos amedrentan con que nos van a sacar de aquí y cada media hora pasa una camioneta tipo agrícola haciendo el intento de intimidarnos. Pero es más grande el amor por Guatemala. Puede más el esfuerzo de la gente que camina hasta aquí para entregarnos una taza de atol o una jarrilla con café. Puede más el cariño que hemos encontrado en este espacio, entre nosotros los compañeros que hace una semana ni siquiera nos conocíamos y hoy nos consideramos una familia. Pueden más esos gestos, como el de la mujer de 87 años que llegó hasta nosotros para entregarnos lo poco que tenía. Eso es todo lo que importa».
Amanece en la plaza central: vecinos haciendo ejercicio, jóvenes apresurados para llegar al trabajo, buses que recogen a los niños, motoristas que saludan bocinando, perros corriendo. Y a mitad del parque, un mástil que sostiene nuestra bandera. Y en ese espacio, en el que permanecemos nosotros y ocho jóvenes guatemaltecos, hombres y mujeres que ignoraron la apatía y la mediocridad para rescatar de los escombros una voz que es nuestra, que es íntegra, digna, tenaz y valiente. Porque aquí, como pocas veces lo hemos sentido, tenemos algo en común: un país que es nuestro y ese sueño compartido de verlo resurgir.
Nos despedimos mientras los jóvenes nos dicen adiós con las manos abrazadas por las cadenas. Antes de subirnos al carro escucho la voz de mi hermano: «¿No te parece curioso que, con tan poco árbol que queda en el Parque Central, lo que más se deja escuchar es el canto de sus aves?».
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