Los conglomerados de autoridades ancestrales de los 23 pueblos a los que el criollismo ha marginado optaron por no insistir en la reforma que conllevaba la oficialización del pluralismo jurídico, un reconocimiento que daría rango constitucional a la existencia de sistemas jurídicos que han sobrevivido a más de cinco siglos de dominación y de malintencionado propósito de exclusión. De esa manera, si ese paso esencial en el avance del sistema guatemalteco era un obstáculo, las autoridades de los pueblos originarios dieron una lección de altura moral y política al retirar la propuesta. Es decir, dejaron el camino libre para la reforma.
Un paso con el que los objetores, convertidos en una especie de estructura de la Inquisición no solo por el atraso de sus ideas, sino también por el espíritu que los anima, deberían haber dejado también el camino libre. Pero no. Si el pluralismo jurídico era un pretexto. No contaban con la disposición a la renuncia de los pueblos ancestrales, y a la inquisición de la reforma no le ha quedado más remedio que dar la cara. Ha tenido que desnudar sus verdaderas intenciones: que el sistema de justicia, particularmente el proceso de designación de autoridades, siga como está.
A estos sectores, dueños durante más de cinco siglos de la estructura estatal, no les conviene un cambio. Siguen los tataranietos de los mal llamados próceres de la independencia y sus aliados necesitando mantener el control de la justicia. Salvo los dos gobiernos revolucionarios del siglo pasado, con Juan José Arévalo y Jacobo Árbenz Guzmán a la cabeza, el resto de la vida republicana de Guatemala ha sido manipulada por quienes hoy objetan las reformas.
Para ello no han necesitado ensuciar sus rostros. Tienen suficientes recursos para pagar operadores que se instalen en espacios de redes sociales, el nuevo terreno de disputa, y anulen desde ellas a quienes impulsan el cambio. Han querido imponer la idea de que la propuesta de reforma es una obsesión de la jefatura del Ministerio Público (MP) y de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), de tal suerte que un eventual fracaso de dicha propuesta será un fracaso del MP y de la Cicig.
Bien ocultan el significado de las reformas, que no están en función de un ente en particular. Las propuestas de modificación planteadas buscan crear las condiciones para que se elimine el sistema de corrupción instalado en la designación de autoridades. Busca también separar funciones en la administración del Organismo Judicial a fin de que el manejo administrativo se desligue de la gestión de la justicia propiamente dicha. Son pasos adelante en el proceso de modernización, pero sobre todo de mejoramiento de la gestión de la justicia, que ha sido un coto de caza de quienes han detentado el poder político y económico y han llevado al país a la debacle.
Si algún grupo o sector tiene en su espalda la responsabilidad del estado de cosas, es ese que ha vivido drenando los recursos públicos mediante la evasión fiscal o la corrupción de funcionarios venales. El mismo que apadrinó y financió a los líderes locales responsables del derrocamiento del gobierno revolucionario en 1954. Ese que patrocinó y alimentó las graves violaciones de los derechos humanos en la estrategia contrainsurgente. El mismo que levantó el miedo como recurso para impedir la reforma constitucional derivada de los acuerdos de paz. Ese que hoy no dice claramente que objeta las reformas, pero que sostiene a los corifeos de la impunidad y de la corrupción que en el Congreso o en las redes sociales intentan anularlas. Tener claridad de cuál es su propósito es necesario para desenmascarar sus propósitos perversos. Las reformas son necesarias. El fracaso o el triunfo de estas repercutirá no en el MP ni en la Cicig, sino en la sociedad en su conjunto. De ahí que llevarlas a buen puerto sea requisito indispensable para consolidar los pasos ya dados contra la impunidad y la corrupción.
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