En mi memoria aún subsisten los antiguos sauces que poblaron esta avenida, donde caminaba de la escuela a la casa. El único delito que cometieron aquellos seres que daban vida al espacio público fue estar desalineados respecto al trazo de la calle. Eran amigables con el peatón, pero estorbosos e innecesarios para una ciudad que desde hace 30 años ganó el ancho de sus calles a costa de canibalizar el espacio peatonal y las áreas verdes, de achicar aceras y destruir arriates, como un cáncer de concreto que se expande para colapsarse con más autos a diario. En una ciudad para autos, los árboles, los peatones y la convivencia humana no son bienvenidos.
De vez en cuando aún camino desde mi residencia en el centro hasta la antigua casa de mis padres en la zona 6 y hago el mismo trayecto que hacía de niño. Entre tomar un autobús de vuelta a casa y ahorrarlo para el helado o lo mangos verdes, la decisión era obvia. Caminar un tramo de menos de dos kilómetros a pie bien lo valía: las miradas con desinterés fingido a las niñas sentadas en el pórtico de una casa esperando el autobús mientras yo correteaba y molestaba con otros niños, el mismo trayecto que caminaban mi madre y mi abuela cuando estudiaron en el asilo Santa María. Compartimos las mismas chucherías, los mismos caminos, el mismo espacio donde se podía ser niño sin riesgo de ser agredido, asaltado o, más probable aún, arrollado por la miríada de autos para los que está pensada esta ciudad.
Aquellas miradas simples y despreocupadas se transformaron en miradas frenéticas y ansiosas hacia los desconocidos, en un andar presuroso en calles que se volvieron hostiles e inseguras, donde una estrecha pasarela salva el cruce de esa aberración para la movilidad de cualquier ciudad moderna llamada calle Martí. Que una vía como esta corte la continuidad del espacio urbano solo nos recuerda el atraso y el subdesarrollo de esta ciudad.
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Pienso en mis sobrinos, que solo han conocido garitas, muros y alambradas, que han jugado atrincherados en estos búnkeres habitacionales o en las áreas de juegos de restaurantes y centros comerciales. La privatización de la vida y del espacio público ha creado nuevos sujetos para los que dicho espacio público y las calles son solo un mal necesario que se debe transitar, mas no vivir.
Hace poco asistí a un foro de candidatos a la alcaldía de la ciudad de Guatemala. Su visión sobre cómo afrontar la segregación del espacio público de este modelo de movilidad (in)humana e insostenible me pareció pobre y sin acciones estructurales. El modelo de movilidad urbana está conectado orgánicamente con la integración social del espacio urbano. No se pueden pensar las lógicas de la seguridad preventiva, de la movilidad y de la convivencia sin un cambio estructural drástico en la manera como nos movemos o sin una integración armónica del espacio público. Estos son prerrequisitos para integrar la ciudad y crear las condiciones para una ciudadanía que discuta, que haga apuestas en común, que sienta que pertenece a una misma ciudad.
Hay un evidente fracaso social en el modelo de ciudad que ha regido por 30 años, en el cual la calidad de vida ha involucionado no solo por la corrupción y la incapacidad de las administraciones, que estos años se han contentado con administrar el desorden urbano y que carecen de una visión estratégica más allá de una planificación casuística, sino también por la falta de capacidad de articulación y de propuesta de algún movimiento alternativo para crear un lenguaje común que le haga creer a esta ciudadanía anómica que tiene cosas que la unen con los otros, muchas más de lo que cree, por las que vale la pena discutir e intentar accionar. Habrá que preguntarse a qué le apuestan los candidatos a la alcaldía, si serán también buenos administradores del desorden estructural o planificadores de un nuevo orden de convivencia más humano.
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