Ha pasado un año desde que conocí a Alan Tenenbaum. Ese día, el primero de mi entrevista, el sol reposaba sobre sus hombros mientras su barbilla descansaba sobre el puño de su mano. Siempre que pienso en él, esa es la imagen a la que regreso. Recién había publicado su primer libro: En la silla de Morfeo. Poco se imaginaba Alan que más de dos mil personas leerían su historia, la que narra el camino de su recuperación física y emocional después de sufrir un accidente que lo dejó cuadrapléjico. Tampoco se imaginó solo sobre un escenario, frente a la mirada de miles de personas queriendo aprender de su historia. Su carisma y esa manera tan digna de enfrentar la adversidad lo distinguen hoy entre muchos guatemaltecos, lo suben a cientos de escenarios, lo convierten en líder y, para mí, en uno de los seres humanos más formidables que he conocido.
Después de un año conozco algunas cosas de él. Sé que, cuando usa camisa anaranjada, sus ojos se encienden aún más; que algunas veces se deja de afeitar la barba, tupida y café; que le gusta el chocolate; que toma bastante agua; que se ha vuelto muy bueno en jugar al ping-pong; y que, durante la copa mundial Brasil 2014, poco supe de él. Hay mucho que aún me falta por conocer. Siempre pienso en eso, en las pequeñas cosas que personas como yo, sin lesión medular, dejamos pasar desapercibidas: el dolor del dedito pequeño del pie cuando me topo con alguna esquina, mis manos alcanzando el broche del brasier, el sudor goteando por mi espalda, la arena entre los dedos de mis pies, el dolor de nalgas después de hacer ejercicio, el cuerpo cansado después de bailar, el agua caliente en mi piel mientras me baño, mis manos —las que me visten y desvisten—, los cientos de veces que me acomodo entre la cama, las yemas de mis dedos dando vuelta a las páginas.
Pienso en todo eso cada vez que me despido de él y extiendo mi dedo para presionar el botón del elevador. Pero nunca lo hablamos porque con Alan se platica de las cosas simples de la vida, de esos momentos ordinarios que, dependiendo de los ojos con los que se miren, hacen de este paso por la vida algo extraordinario. Y es que eso es Alan, esa voz que siempre guarda humildad y un incesante optimismo, que hoy nos llega como aire fresco y nos empuja a ser una mejor versión de nosotros mismos.
Ayer visité a Alan. Volví a sacar mi cuaderno celeste, el que siempre uso para apuntar los detalles en mis entrevistas. Después de algunas preguntas me atreví a hacerle una última. «¿Si pudieras regresar a algo, volver a una sensación, a cuál regresarías?». Tiró el hombro para atrás, fijó la mirada en el techo y permaneció algunos minutos en silencio. Cuando volvió a verme, contestó: «Regresaría al mar, para sentir mi cuerpo acostado sobre la arena moviéndose con las olas que vienen y van». Solté la pluma y, sin escribir nada, cerré el cuaderno.
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