Hannah Arendt utiliza, en el bello epílogo de La promesa de la política, la analogía del desierto para representar la creciente desmundanización, «la pérdida intermitente del espacio entre nosotros» que venimos experimentando en el mundo moderno. Parece un término complejo, así que hagámoslo sensorial: el aislamiento y la incomprensión; la polarización; el odio al diferente; la desconfianza al extraño; las depresiones y las patologías mentales; la potencialidad de violencia irracional latente; el peso de la precarización general sobre tus hombros; la predominancia del trabajo como actividad ulterior y significativa; la fatiga que no encuentra sosiego (burnout); la tensión entre una mayor libertad en posibilidades de elección, pero una creciente impotencia ante los desmanes del destino; el cansino activismo ante la falta de ser; la incapacidad de empatizar; la dificultad de sentir la solidaridad ajena. Y todo lo que enumero lo hago desde una posición ventajosa. Porque incluso en el desierto se podrá encontrar, entre las dunas y el vasto territorio despoblado, mejores vistas, algo de sombra, un pequeño cobijo, qué sé yo, que te coloque mejor que el vecino. El riesgo sería que al comprobar tu suerte o talento te olvides de que sigues en la arena, en un espacio sórdido, rodeado del silencio en la soledad.
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Parte de la solución pasa por recuperar lo público, por traer de vuelta la dimensión del bien común, la parte fundamental del quehacer político. Sin embargo, ante el auge de lo social en nuestras vidas y el predominio de la esfera del trabajo, que consume nuestro tiempo activo, se reducen la energía y el sentido de actuar en distintos espacios, de aparecer ante los demás, como si lo público lo gestionaran solo los políticos y como si los políticos fueran los únicos que se dedicaran profesionalmente a ello. Es entonces cuando aparecen los peligros: no solo las tormentas de arena, como los totalitarismos (y bien podrían serlo también otros modelos que funcionan justamente en condiciones extremas, por ejemplo Bukele), sino también el riesgo de adaptación individual, la capacidad de interiorizar el desierto y de aprender a vivir en él, lo que conocemos como normalizar. Y lo que sorprende es nuestra enorme capacidad para hacerlo, como durante la pandemia, cuando se limitaron algunas de nuestras libertades. O así como le ocurre a la protagonista de El cuento de la criada, de Atwood, que termina adaptándose a un régimen conservador y opresivo a más no poder y, cuando encuentra a Nick, incluso duda si abandonarlo o no. La propuesta de Arendt es la de la resistencia: la de no adaptarse, sino utilizar el sufrimiento —nuestra incapacidad para adecuarnos— para actuar y configurar nuestro espacio político. El dolor y la incomodidad, o la memoria de un pasado menos hostil, son los indicadores de que aún conservamos humanidad.
Por supuesto que para perdurar en el desierto no se puede prescindir del oasis, como dice la autora. Pienso en los indignados perennes, esos que llevan el indignómetro en el bolsillo: los evangelizadores políticos, los que brillan cuando se recrean en el dolor ajeno, los que existen en la desgracia del otro, los que ven el mundo desde la atalaya moral. Ellos están tan inmersos en las condiciones desérticas que son incapaces de reconocer un oasis, un espacio ajeno a lo político para nutrir la vida y, una vez nutrida esta, volver para resistir. Un amor, una copa, un libro, un amigo, un respiro. Ellos tienen incorporado el desierto, son el desierto, y la política es su enfermedad, su vicio, su manera de evadir el vacío del despoblado y el sol que abraza sus espaldas. Por otro lado, están los que no han salido del oasis, los que se escaparon de la política y de la vida pública, los indiferentes, la desidia, los que se dan el lujo de ser idiotés en el sentido clásico, aquellos a quienes tarde o temprano las tormentas arenosas también alcanzarán. Y cuando lo hagan será muy tarde. La arena empezará por picarles los ojos, luego entrará por la boca, se la tragarán y perecerán junto al otrora oasis sin dejar rastro alguno.
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