Supongo que no fui el primer intrigado al verlo caminar descalzo entre las piedras ardiendo al mediodía. «A su papá se lo llevó el Ejército en 1983», me comentó por lo bajo el joven periodista, adivinando mi curiosidad por su historia. «Nunca supieron más de él. Vivían por El Rancho, en San Cristóbal Verapaz. A su mamá la violentaron sexualmente. Los acusaron de guerrilleros, aunque él y su hermano eran apenas niños. Estigmatizados y castigados por la propia comunidad, durante años vivieron de alquilar un pedacito de tierra por aquí y por allá, apenas para sobrevivir. Hasta la fecha siguen alquilando tierra para poder cultivar, pero en el 2015 él accedió a dar una muestra de ADN para la FAFG. Encontraron los restos de su papá en una fosa allá en el Creompaz».
Su padre le enseñó a caminar con los pies descalzos sobre la tierra y por eso nunca ha dejado de hacerlo. Sus pies desnudos siguen siendo la manera de rehabilitar su memoria, de reivindicar la propia humanidad de su padre. La imaginación se queda corta para imaginar cuántos días, cuántas semanas, cuántos meses habrá caminado así por hambre y por ostracismo. Ahora lo hace por una convicción política valiosa a sus propios ojos.
Cuando levanté la vista, ya no estaban allí ni el hombre ni el periodista. Me quedé a solas con sus palabras a mitad de un estacionamiento empedrado, pensando que la memoria es un acto de amor, de esos que devuelven esperanza por doquier.
Los gestos de quienes reconstruyen y resignifican su propia experiencia vital frente a esta adversidad frecuentemente son más reveladores y emotivos que cualquier retórica alambicada sobre el tema. Como la persona que avanza con los pies descalzos entre las piedras, este doloroso andar se ha convertido en un acto moral que subvierte las narrativas que pretenden ahogar la memoria y privarnos de una visión comprensiva de lo que fue el Estado en realidad hace 35 años y, sobre todo, del peligro en el presente de legitimar la vuelta sutil de ese autoritarismo fanático religioso utilizado como estrategia de control ideológico.
[frasepzp1]
El juicio a los responsables de la desaparición de Marco Antonio y de los abusos cometidos en contra de Emma Guadalupe Molina Theissen es esencialmente la victoria en contra de una manera de hacer y comprender el Estado, que se ve interpelada, desnudada en sus miserias y puesta en la picota como una muestra de la infamia a la hora de entender la organización de lo político volcada en el abuso y la arbitrariedad de la muerte. La violenta reacción de los grupos de derecha más recalcitrantes, desnudos de argumentos, abrazados irracionalmente en el delirio de sus reacciones emocionales ante la indefendible naturaleza perversa del actuar del Estado contrainsurgente, del cual sus allegados y patrocinadores se beneficiaron amplia y obscenamente, es absolutamente comprensible y quizá merecerá unas líneas aparte.
La condena a los perpetradores es, ante todo, la condena de una manera de ejercer el poder del Estado, de un entendimiento que nunca más debe instaurarse como la norma de comprensión de este. La familia Molina Theissen caminó con los pies descalzos durante décadas, sobre las piedras ardientes de las humillaciones, de las descalificaciones y de las amenazas. Ahora lo seguirán haciendo en esa senda incipiente de la apropiación de la historia, en la cual el juicio contra los perpetradores es apenas el primer paso. Retaron al reino de la impunidad, a la forma perversa de comprender el Estado y el poder político, al supuesto imposible de esperar o exigir justicia en nuestro país. Y al hacerlo le devolvieron un poco de humanidad a nuestra propia perspectiva de la historia reciente de Guatemala.
Esta victoria probablemente sea aún más débil de lo que parece, un modesto bloque del puente que salve el abismo de la impunidad histórica, de la incivilidad de nuestra inveterada cultura política autoritaria. Ahora este hito, junto con Sepur Zarco, forma parte de esa comprensión históricamente ausente de lo que implica el auténtico Estado de derecho y los límites al poder de quienes actúan arbitrariamente en su nombre. Refundar el espacio de lo ciudadano necesita de este tipo de actos y narrativas disruptivas que reconstituyan la moralidad de lo político.
Más de este autor