Por lo tanto, su valor, como el de cualquier pensamiento crítico, es cuestionar la naturalización de lo que a toda luz es un hecho histórico y relacional y, por ende, posible de ser disputado políticamente. Las relaciones de poder son creadoras de identidades: los órdenes de opresión generan sus propias vías y tránsitos, donde ese poder puede ser ejercido a través de la identidad como un acto relacional. Eso hace que sea vital cuestionarse quiénes somos y por qué podemos hacer lo que hacemos en virtud de lo que creemos ser.
Vivimos una coyuntura en la cual la deconstrucción disruptiva de la certeza y de la naturalidad con las que interpretamos y legitimamos el orden es la condición necesaria para la construcción de acción política. Lo anterior implica que la realidad debe ser pensada de otra manera. La creación de conceptos como los esbozados por Del Águila contribuyen precisamente a ello, pero no para dormir entre el polvo y el sueño de la academia, sino para convertirse en las certezas intuitivas de la vida cotidiana, donde realmente acontece lo político.
Transformar esas ideas en razones prácticas y constitutivas del sentido común debería llevar a entender cosas tan simples como el hecho de que las feministas no odian a los hombres ni a otra mujeres, sino que luchan contra un sistema de relaciones que en su camino construye identidades que violentan el potencial y el deseo mismo de mujeres y de hombres y, por tanto, la libertad de las personas. En ese sentido, el feminismo es más una apropiación política, una desmonopolización del sentido común y una ética libertaria que un deber ser ingenieril de la sociedad. No dice ni prescribe nada sobre lo que las personas deben ser o deberían desear ser. Simplemente cuestiona lo que las mujeres supuestamente deberían ser o necesariamente deberían hacer por el hecho de ser mujeres. Y la consecuencia lógica de este cuestionamiento no puede ser otra que el cuestionamiento de la organización material de la sociedad en su conjunto.
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De manera análoga, la irrupción de las demandas de los colectivos LGBTI puede entenderse como una lucha por hacer efectivo el principio de Rawls de que «toda persona tiene derecho a un esquema de libertades básicas iguales plenamente adecuado y compatible con un esquema similar de libertades para todos». Esta venerable intuición normativa que Rawls observó era la piedra angular de todo contrato social. No implica que alguien tenga que convertirse en gay para comprender y respaldar la idea de que la gente debe ser valorada por su simple condición humana, y no por sus preferencias personales, sus expresiones o su identidad de género, sino más bien que las exigencias y los deberes, así como los derechos que se disfrutan en sociedad, no estén condicionados o restringidos a la contingencia de una identidad particular.
La lucha más bien invisibilizada de los defensores de los derechos de los migrantes, que enfrentan el gran molino de viento del Estado nacional, el cual cosifica, ordena y dispone del cuerpo diferente y produce, como el patriarcado y la homofobia, ese Homo sacer planteado por Giorgio Agamben (el cuerpo desechable, sin importancia, que no posee un valor en sí mismo y, por lo tanto, es usado como sambenito, como tiro al blanco, como vil muñeco de paja de los discursos productores y reproductores de una forma de poder político), es contra la desacralización de la dignidad humana llevada a cabo sistemáticamente por el discurso de lo nacional.
Este reduccionismo hecho a propósito obedece a una razón: dichos movimientos comportan una ética de la igualdad como garantía de la libertad de los unos respecto a los otros que suele perderse o pasar inadvertida ante las honduras epistemológicas de quienes teorizan al respecto. Más allá de sus diferencias, estas luchas políticas concretan una forma de civilidad compatible y necesaria, que restaura la centralidad de la persona frente a la inercia de la reproducción histórica de las sociedades. Abstraer los fundamentos elementales compartidos detrás de estas luchas fragmentadas puede llevar a un relato éticamente fundamentado capaz de confrontar la hegemonía política conservadora, que narcotiza la acción política. Cuando esos relatos encuentran lugares comunes a través de un lenguaje simplificado e hilan una sola narrativa, es más fácil que encuentren razones para la acción política concertada.
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