Escucho 250 miles, un blues extraordinario con una guitarra poderosa y unos versos indudablemente nostálgicos:
I’m movin’ to a place,
a place where no one knows my name.
I miss you, little girl.
I hope you miss me just the same…
Mientras, el ritual de lo habitual de abrir los sitios web de varios periódicos me trae una sorpresa inesperada. Javier Escudero, un investigador de aquellos que le dedican su vida a una causa seria, encontró en los archivos de un pueblo de La Mancha a un hidalgo que atacó un molino de viento allá por 1594. Se trataba de un noble venido a menos que por este hecho fue torturado por la Inquisición, que sospechó que en la destrucción de una cruz frente al molino podía haber señales de herejía.
En otras palabras, Escudero encontró el parte policial (con multa incluida: 3 000 maravedíes) que valida una de las historias de don Quijote. Y lo encontró en un lugar de La Mancha que tiene nombre: El Toboso (sí, el pueblo de esa Dulcinea).
De acuerdo con Escudero, los hechos relatados en el Quijote son reales y pertenecen a historias de un puñado de familias de la región de El Toboso. En apariencia, Cervantes conocía la región y estas anécdotas, las cuales reflejó en su obra.
Este hallazgo seguramente merece más crédito que el que ha obtenido hasta ahora. Mientras regreso a casa pienso en lo mucho que me gustaría escribir en esta columna sobre los roqueros que le han cantado a Cervantes, pero es poco o nada lo que se puede citar. A mi memoria vienen la lamentable Don Quixote, de Coldplay (de la cual de todas formas pongo un vínculo), y Molinos de viento, de Mägo de Oz:
Amigo Sancho, escúchame.
No todo tiene aquí un porqué.
Un camino lo hacen los pies…
No hay mucho más que pueda encontrar para esta columna. Seguramente la épica de un caballero venido a menos cargando contra un molino de viento no ha servido de inspiración para grandes blues o para el cabalgar de las guitarras eléctricas.
Así pues, con el miedo a la página en blanco, mis dedos pasean nerviosamente sobre el teclado tratando de juntar unas líneas mientras en mis audífonos suena I’m the Mountain, de los Stoned Jesus, una maravillosa banda de Ucrania que juega a ser una combinación oscurantista de los primeros días de Black Sabbath con Soundgarden (doom metal denominan a este género). Luego, los alemanes del Samsara Blues Experiment me regalan una dosis de psicodelia, de aquellas que la radio no pondrían jamás, con For the Lost Souls, de inagotables diez minutos.
Y al final me doy por vencido: no estoy para pelear por que esta maquila cumpla con la épica de inspirar a generaciones de roqueros a componer sobre el Quijote. Estoy, eso sí, para alabar la labor de investigadores como Escudero, capaces de sumergirse en un archivo para desenterrar la vida de gentes que hace cinco siglos ya sabían lidiar con el hambre, el amor, el desamor y la Inquisición, que nunca ha acabado de irse del todo de nuestro medio.
Y termino estas líneas en el sitio donde me gusta acabar mis días: en brazos de mis hijas. Sus abrazos son sinceros y abarcan el mundo. Así quisiera quedarme, incluso con esa tonta película de hadas.
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