No creo que se sepa especificar cuándo comienza cada búsqueda y es probable que el trayecto hacia lo que se espera encontrar no termine nunca. Se busca un camino, una vida propia, una respuesta, un reflejo, un sentido. Todo lo importante parece que se esconde.
Encontrar requiere, entonces, cierto grado de talento. Un olfato, una exacerbación del hambre, una urgencia, una paciencia infinita, que, igual, podrían no ser suficientes. No toda búsqueda tiene frutos; pero, toda búsqueda tiene historia. Quien busca, aunque no encuentre, nunca termina con las manos vacías.
Uno llega a la historia de las grandes búsquedas a través de búsquedas menores. Las de los domingos por las tardes, por ejemplo. Cuando se va tras un libro que ayude a transitar las horas o se espera que nos cuente una buena historia la televisión.
Y así, por medio de esas otras búsquedas, yo misma he encontrado varias veces a los que buscan. Y en sus historias he podido ver la esencia de algo que me conmueve. Pienso en la belleza de Güeros, la película de Alonso Ruizpalacios, en su trayecto en blanco y negro, por la Ciudad de México, tras la pista de Epigmenio Cruz: «el músico que decían que una vez hizo llorar a Bob Dylan». Pero que, para los hermanos que se dan a esa tarea, significaba salir a la caza de un mito que explicaba una ausencia paterna que, durante años, habían llenado con su música y su voz.
Allí, también, en México, le perdieron la pista al poeta Samuel Noyola y fue un periodista, que en principio quería ser poeta, Diego Enrique Osorno, el que salió en busca de su historia, de su rastro. Involucró a la policía, a poetas, vagabundos, prostitutas, un hermano y una pitonisa. Su objetivo era invocar luz sobre su rastro y reclamar al poeta, su mito y su poesía desde todos los olvidos posibles. Su historia se llama «Vaquero del mediodía».
Y bastante más al sur se da otra de esas grandes odiseas. Esta vez tras el padre de la bossa nova, Joao Gilberto, desaparecido de la vida social brasileña en un intenso encierro voluntario. A él ya había intentado encontrarlo, sin éxito, un escritor alemán llamado Marc Fischer. Esa historia, narrada en un libro que apareció poco después de la muerte de Fischer, fue retomada por el documentalista Georges Grachot. «¿Dónde estás, João Gilberto?» se convierte entonces en una obsesión adoptada, en una especie de revancha, en un homenaje doble: a la leyenda de la música y a quien no pudo encontrarlo.
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Del otro lado del espejo de quienes buscan, están los que sin buscar encuentran, los que son encontrados, los que tropiezan con su objetivo por casualidad, los que no saben que estaban buscando. Y detrás de los intentos alcanzados y fallidos está la certeza de que lo que se busca no quiere ser hallado. De que lo que se espera encontrar está sostenido por los pilares de una idea y que, por eso, aunque la búsqueda tenga éxito, realmente nunca se encuentra del todo.
Queda, bajo la manga, la redención del olvido, el cambio de ruta, el abandono, la adopción de nuevas búsquedas o, a veces, la piedad del azar, la leve certeza de que al final de lo que buscamos, lo hallado y lo no hallado termina por reflejarnos, termina por definirnos.
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