Mi abuela –que trató un par de veces con él– contaba una anécdota sobre Dionisio Gutiérrez padre. Él iba por una carretera en Nahualá cuando debió parar a causa de un desperfecto mecánico. Mientras esperaba la llegada de auxilio rodeado de su seguridad, se detuvo unos minutos a platicar con los campesinos que laboraban una pequeña parcela sembrada de maíz a la orilla de la carretera. “Son más felices que yo” –les afirmó, suspirando, antes de entretenerlos con un recuento de sus tribulaciones, mismas que resultarían imposiblemente lejanas a aquellos felices campesinos que cortaban la milpa.
No puedo afirmar, sin embargo, que todo esto en realidad haya ocurrido exactamente así. Antes de llegar a mí, el relato pasó por la interpretación de mi abuela y, antes de eso, por la de Dionisio Gutiérrez padre. Valiosos fragmentos de información podrían haberse agregado o perdido, al estilo de un “teléfono descompuesto”. Pero no es eso lo que más temo. Lo que me preocupa es que creo que ambos narradores podrían haber estado hablando en parábolas, como Jesús. Es decir, podrían haber estado empleando el tipo de comunicación cuyo objetivo es transmitir una enseñanza moral, dejando que el grado de conexión con la realidad fluctúe en función de su contribución a este objetivo.
Ambos tenían cada uno sus razones para hacerlo de esta manera. La salud de una sociedad depende en buena medida de que sus miembros –o al menos una mayoría de ellos– conserven la esperanza en el futuro y confíen en la Justicia y el Derecho. Y en un país como Guatemala, esa confianza tiene una dosis importante de pensamiento mágico e irracional. Depende de que el que está jodido no piense eso, sino que diga: “Pensándolo bien, estoy mejor que aquél y que aquél otro. La vida no es tan mala conmigo”. Lo cual, por supuesto, requiere que aquél y aquél otro no piensen esto mismo, sino lo contrario. A fin de cuentas, cuando la razón no lleva a conclusiones felices, es casi un instinto de sobrevivencia el florecimiento de las no-lógicas y las lógicas mágicas, el reinado del polilogismo, por mucho que esto se lamente.
Esto, naturalmente, no es algo de lo que podamos preciarnos solamente los guatemaltecos. Diga lo que diga el apócrifo párrafo de Gabo, es un fenómeno universal. En plena Revolución Industrial, la poesía pastoril exaltó “la vida del campo, las costumbres de los pastores, sus contiendas, sus amorosas inquietudes, sus inocentes placeres, la paz y seguridad que disfrutan cuidando sus ganados, lejos de la ambición y vicios de las ciudades”.
Pero que la magia tiene el poder de dar placer, lo tiene. Como afirmaba un barra brava crema para elPeriódico, tras la muerte de Kevin:
“Mirá, la barra es como una familia, tal vez no te da de comer, pero fijate que en los momentos más difíciles yo sacaba todo mi enojo en el estadio al cantar. Cuando murió mi abuelo yo quería gritar, pero ¿qué iba a gritar? O cuando mi novia se fue con un Caldera. Esas ganas de gritar, son sentimientos que se van añadiendo a la vida de uno”.
Quizá sea precisamente esta magia la que nos haga falta a muchos guatemaltecos. A los oligarcas les está prohibida –su sobrevivencia depende de calcularlo todo, todo el tiempo– y lo lamentan con aquella frase de Jefferson que repiten siempre.
Pero todos los demás sí podemos hacerlo, al menos cuando –como en la lucha por la Justicia en Guatemala– ya no tenemos más pólvora en la artillería. En estos casos, nos queda sentarnos y confiar, como hace Iván Morales, en que las cosas a la larga funcionarán, aun si no lo entendemos a detalle.
De repente, esta tranquilidad nos trae mayor satisfacción y felicidad que lo que los dolores de cabeza del poder traerán a los titiriteros de la Justicia. Y aunque me lo haya metido como cuento, quizá, al final, sí, era una verdad lo que decía mi tía.
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