Que me perdone Gustavo Adolfo Bécquer por esta chusca parodia. Es uno de mis poetas favoritos y, leyendo la primera estrofa de su poema LIII en Rimas, mentalmente la parangoné —posiblemente para mitigar el impacto de la cruel realidad que nos asalta— a ese retornar de los orejas a todos los estamentos de la sociedad guatemalteca. Están volviendo no como golondrinas, sino como oscuros zopilotes en busca de qué comer.
Digo en busca de qué comer porque en esta era digital, cuando todo lo que decimos y escribimos es público, uno se pregunta: orejas, ¿para qué?
Durante la Guerra Fría y su macabro chipuste, la guerra interna de Guatemala, los orejas cumplieron funciones de espías, torturadores, sicarios y encargados de cuanta vil y rastrera función les impusieran, mas su primordial ocupación era la de estar al tanto de qué decía o hacía el ciudadano de a pie. Siendo que tan deleznable función ya no es necesaria por razones de los adelantos tecnológicos, cabe otra cuestión: ¿no podrían dedicar todo ese esfuerzo a barrer las calles y mantener el ornato de nuestros pueblos? Ese actuar sí sería digno de un ser humano. El que ejercen es innoble.
Hasta hace no más de treinta años había una especie de gradación entre los orejas: los choteadores del siglo pasado, cuyas funciones eran las que describí en el párrafo anterior; los de nivel medio, encargados de orejear a maestros, profesionales, empresarios y a cuanta persona, relativamente acomodada, el gobierno de turno considerara enemiga; y los de alto nivel, infiltrados en el mismo Ejército, las universidades y las Iglesias. Los terceros no pertenecían a fuerzas de choque, sino a secciones de ¿inteligencia? muchas veces rivales y desde donde se hacían daño entre ellos mismos.
La diferencia era precisamente esa: los que mataban y quienes no mataban. Estos últimos eran finos y cultos, estilo Miguel Cara de Ángel en El señor presidente, pero todos, absolutamente todos, con solo verlos, recordaban al mal. Evocaban a ese mal que es sosegado en su despropósito, impasible ante el razonamiento, insensible ante la necesidad, y que no es meramente el alejamiento del bien. Es la desaparición de todo lo insigne. Un agujero negro tragándose un universo desastrado en el cual hasta Dios parece haber desaparecido.
Y ese tipo de personajes está de vuelta. Se habla de oficinas de ¿inteligencia? civil en los departamentos de la República, se habla de ¿asesores? que vigilan a la población, se dice de personas que ¿aconsejan? en instituciones estatales y no estatales y que fueron extractadas de lo más rancio de las beligerantes fuerzas oscuras del conflicto armado interno. Están enquistados en puestos para los cuales no fueron preparados porque su único fin es orejear. Insisto, tarea no necesaria porque actualmente basta con ingresar a las páginas de Facebook o Twitter para saber qué piensa o qué hace tal o cual persona.
Podría el caso ser hasta risible, pero dar pábulo a los zopilotes podría provocar una nueva institucionalización de la violencia. Aquella practicada por el ser humano sobre el ser humano y que abre puertas a la bestia, a los torturadores, a personas que sabiendo un mínimo de farmacología usan sus conocimientos para aviesos propósitos como los interrogatorios bajo efectos de drogas, a los verdugos asalariados y a esa imagen de culto de ciertas películas en las que hay un agente con licencia para matar.
Y las preguntas siguen: ¿quién los autoriza?, ¿bajo qué leyes?, ¿con qué justificación?
Se entiende la necesidad de los gobiernos en cuanto a tener personas expertas en análisis estratégicos, mas este tipo de soplones, en este segundo decenio del siglo XXI, ¿para qué pueden servir?
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