En la controversia reciente, de repercusión mediática internacional, en El Salvador sobre el “caso de Beatriz” (embarazo arriesgado con feto anencefálico), me preguntaban: “¿Defiende usted la prohibición total del aborto o los derechos de la mujer? ¿Es usted pro-life o pro-choice? Respondí: “Esto no es un partido de fútbol. No es cuestión de apostar por un equipo”. En vez de contraponer “pro-life” y “pro-choice”, prefiero declararme “pro-persona” . Precisamente por estar igualmente a favor de la vida, de los derechos de la mujer, y de la protección de la dignidad de la vida naciente, es por lo que consideré justificada la interrupción del embarazo en ese caso. No era necesario ser pro-abortista para justificar ese aborto terapéutico, bastaba apoyarse en la ética de los derechos humanos y en la moral teológica tradicional.
La actitud de organizaciones antiabortistas y dirigentes eclesiásticos que, en nombre de la protección de la vida, se oponían incondicionalmente a la interrupción del embarazo en aquel caso, hacía un flaco favor a esa defensa alentando la reacción opuesta por parte de quienes apoyan indiscriminadamente la decisión abortiva y alegan un derecho de la mujer sobre la vida del feto en cualquier caso. Aprobar la interrupción del embarazo en ese caso no significaba estar contra de la protección debida a la vida fetal. Para reconocer la licitud de ese aborto terapéutico tampoco hacía falta recurrir a un derecho a ultranza de la gestante a decidir en cualquier caso la supresión de la vida nascitura. En ese caso, más que de un derecho, se podría hablar de una obligación de interrumpir el embarazo antes de que fuera demasiado tarde. Esto se puede decir desde una ética “pro-persona”. Si el aborto se define como una interrupción del embarazo injusta e injustificada, no toda interrupción del embarazo puede conceptualizarse como aborto. No diríamos que, en el caso de Beatriz, se permitía el aborto o se reconocía el derecho a abortar, sino que había incluso obligación de hacerlo para proteger a la persona. Esa intervención terapéutica no debería llamarse moralmente aborto, sino interrupción justificada del embarazo.
Este debate es una encrucijada, en la que confluyen avenidas de circulación densa en una rotonda peligrosa: tanto si aceleras como si frenas, hay riesgo de accidente. Hace falta, pero no es fácil, ordenar el tráfico. Una postura responsable hacia los valores y, a la vez, flexible ante las circunstancias, tropieza con la intolerancia de los dos extremos: unos fomentando permisividad y otros pidiendo condenación. Cuesta mucho esfuerzo aclarar la confusión, deshacer malentendidos y evitar los condicionamientos políticos, ideológicos o religiosos de quienes sostienen posturas extremas. Con el deseo de ordenar el tráfico en la encrucijada del aborto, he resumido las siete aclaraciones siguientes.
1. No oponer, sin más, las etiquetas de dos bandos: “pro-vida” y “pro-decisión”
Posturas opuestas pueden, sin embargo, consensuar que el aborto no es deseable, ni aconsejable; que hay que unir fuerzas para desarraigar sus causas; que nadie debe sufrir coacción para abortar contra su voluntad; y que debe mejorarse la educación sexual, incluido el recurso a los medios contraceptivos, para prevenir y evitar el aborto. Ni la postura pro-vida es incompatible con despenalizaciones convenientes y oportunas, ni la postura en favor de esas despenalizaciones ha de ser necesariamente anti-vida. Origina confusión calificar la primera posturas como “pro-vida” y la segunda como “anti-vida”. Se puede estar a favor de la vida sin compartir las exageraciones de la primera. Se puede estar a favor de determinadas excepciones y despenalizaciones, sin identificarse incondicionalmente con la segunda.
2. No confundir la despenalización legal con la justificación moral
Si una legislación despenalizadora del aborto en determinados supuestos pretende evitar abortos clandestinos, no significa justificar moralmente esas interrupciones. Sin responsabilidad ante la ley, la habrá ante la conciencia. Ni las leyes penalizan cuanto está mal, ni la despenalización lo justifica moralmente. Ni que algo esté mal justifica tipificarlo como delito. Rechazar el mal moral del aborto es compatible con admitir que las leyes no lo penalicen incondicionalmente como delito. Para santo Tomás, ni todo lo moralmente reprobable es penalizable, ni la despenalización excluye que algo sea moralmente reprobable.
Tampoco hay que confundir los límites legales con las fases del proceso biológico. Si una ley regula, como límite para la experimentación con pre-embriones (embriones pre-implantatorios, aún no anidados en el útero), catorce días tras la fecundación, no pretende definir científicamente el comienzo de una vida humana individual a partir del día siguiente; solo estima que, para proteger los bienes jurídicos en cuestión, conviene fijar un límite. Si una ley permite el aborto hasta la semana catorce, tampoco pretende definir científicamente el comienzo de una nueva vida, ni justificar moralmente esas interrupciones del embarazo; delimita legalmente un área protectora de los bienes jurídicos en cuestión. La ley trata puntualmente lo que es científicamente un proceso continuo; pero no sanciona moralmente la cuestión.
Conviene distinguir las perspectivas jurídicas, morales y religiosas. El fiscal imputa delitos y solicita penalizaciones. La conciencia moral acusa en el foro interno, provocando remordimiento por el mal moral, aunque no constituya delito. La conciencia religiosa interpela para reconocer el mal, creer en el perdón y pedir perdón. Pero hay creyentes con una idea equivocada de pecado como delito; hay también instancias eclesiásticas que confunden pecado con delito y perturban la autonomía de las legislaturas, imponiendo a la sociedad una idea de delito como pecado.
3. No entender la embriología de modo mecanicista
La concepción no es un momento mecánico (como conectar un enchufe), sino un proceso vital (como formarse y crecer un viviente): más de veinte horas para la fecundación y dos semanas hasta completarse la anidación del blastocisto en el seno materno. No se puede considerar al feto mera parte del cuerpo materno, ni tampoco como una realidad parásita. Pero la interacción embrio-materna desde la tercera a la octava semana es decisiva para la constitución de la vida naciente: según se aproxima el tercer mes del embarazo aumenta la exigencia de llevarlo a término. Las excepciones, sopesadas seriamente, tendrán menos peso tras el umbral de la novena semana de gestación. Al hablar de proteger la vida en general, hay que distinguir entre materia viva de la especie humana (el embrión pre-implantatorio, el blastocisto antes de la anidación en el seno materno) y una vida humana individual ya constituida (el feto, más allá de la octava semana).
Esta cuestión no se responde sin la ciencia; pero tampoco exclusivamente con con ella. No se trata del comienzo de la vida en general, sino de lo que llamamos nueva vida individual y personal. Usar ambigüamente la expresión “comienzo de la vida”, engendra confusiones, por no quedar claro si se refiere a la vida, en general, o a materia viva de la especie humana. o a la realidad de una vida individual y personal. Un óvulo o un espermatozoide son materia viva, pero no son un individuo humano. Hoy nadie piensa como en el siglo XVI, que dentro del espermatozoide esté encerrado en miniatura un homunculus. Una célula somática, tomada de la piel y mantenida en cultivo, es materia viva con las características genéticas de su especie y del individuo al que se le extrajo, pero no es una persona. En un óvulo humano fecundado -en los estadios de cigoto, mórula o blastocisto- comienza un proceso de diferenciación que, tras la anidación en el seno materno, podrá constituir una nueva realidad humana individual y personal. Un embrión de ser humano en sus primerísimas fases está vivo, pero no es aún un ser humano plenamente constituido, sino dotado de la capacidad para constituirlo..
Distingamos los procesos de diferenciación, desarrollo y crecimiento. La etapa desde los inicios de la fecundación hasta la anidación es un proceso de diferenciación. Desde la anidación hasta pasada la octava semana es un proceso de desarrollo. Luego, hasta el nacimiento es un proceso de crecimiento de lo ya constituido.
4. No confundir el diagnóstico de malformaciones incompatibles con la vida y la discriminación de personas discapacitadas.
Es ambiguo hablar de malformaciones en general, equiparando casos, desde un simple estrechamiento del conducto esofágico en un síndrome de Down hasta una anencefalia. Tampoco es coherente que una legislación penalice la interrupción del embarazo en supuestos seriamente graves y, sin embargo, recorte en los presupuestos estatales los apoyos a la crianza, sanidad y educación de vidas discapacitadas.
Un feto anencefálico carece del mínimo neurológico-estructural como soporte para formar una persona, desde respirar autónomamente hasta capacitarse para actos estrictamente humanos. Si hay razones para no interrumpir su alumbramiento, no será por considerarlo realidad humana personal. Su aborto no es comparable a matar un ser humano. Un feto con una malformación incompatible con la vida extrauterina (supongamos el caso de una agenesia renal irremediable), no podrá llegar a realizar acción humana, al no sobrevivir. Es asemejable al ejemplo anterior. En cambio, es delicado el caso de fetos con patología grave incurable, solo con solución paliativa. El Dr. Francesc Abel, con doble perspectiva de obstetra y teólogo moral, concluía: “Ante tal diagnóstico prenatal, muchos progenitores solicitan interrumpir la gestación, acogiéndose al tercer supuesto de la ley... Aunque objetivamente cueste asentir, debemos respetar a quienes se encuentran en esta situación y sus decisiones” (Diagnóstico prenatal, Instituto Borja de Bioética, 2001, 3-26). Al mismo tiempo trabajaremos para que la sociedad no discrimine por discapacidad y se apoye a la dependencia en todas las fases de la vida.
5. No dejar de acompañar a las personas, sin complicidad, ni condenación
El aconsejamiento moral o religioso acompaña a las personas en sus tomas de decisión, pero sin decidir en su lugar ni condenarlas. Los conflictos que, en situaciones límite, conlleva el aborto no deberían formularse como colisión de derechos entre madre y feto, sino como conflicto de deberes en el interior de la conciencia de quienes quieren (incluida la madre) proteger ambas vidas. En casos trágicos no hay soluciones prefabricadas. Se requiere flexibilidad para no condenar ninguna de las posturas adoptadas en esas situaciones por diversas personas. Respetando la privacidad de las personas que acuden a consulta, se puede testimoniar: ni en el caso de la mujer embarazada que, con pesar e incertidumbre, optó por interrumpir el camino hacia el nacimiento de una vida seriamente afectada por malformaciones graves, ni en el caso de la que, en circunstancias semejantes, optó por llevar a término la gestación; en ninguno de ambos casos notamos que hayan tomado la decisión a la ligera. Tanto quienes analizan la sociología del comportamiento abortivo, como quienes defienden la mayor permisividad legal, reconocen que el aborto conlleva aspectos traumáticos, que requieren sanación.
Acompañar personas en tomas de decisión requiere en el consultorio: 1) dolerse con la persona doliente; 2) ayudarla en su decisión, con información y apoyo personal; 3) respetar que tome ella la decisión (sin imposición, ni complicidad); 4) no condenarla, aunque la decisión no sea la deseable; 5) no abandonarla después.
Desde esta experiencia, no veo incompatibilidad entre calificar determinada decisión de abortar como objetivamente no deseable y, al mismo tiempo, respetar la decisión responsable y en conciencia de esa persona que optó en conciencia por un mal menor, no sin sufrimiento.
6. No dejar de confrontar las causas sociales de gestaciones y abortos no deseados
No se pueden ignorar las situaciones dramáticas de gestaciones de adolescentes, sobre todo como consecuencia de abusos. Reconociendo lo trágico de esas situaciones, habrá que abordar el problema social del aborto, para reprimir sus causas y disminuirlas. En vez de preguntar si se permite abortar en tales casos, habría que cuestionar si no es irresponsable dejar de interrumpir el proceso constitutivo de una nueva vida antes de que sea demasiado tarde. También es importante prestar asistencia psicológica y social a quienes su toma de decisión dejó cicatrices que necesitan sanación. No hay que confundir la contracepción de emergencia con el aborto. Pero sería deseable que la administración de recursos de emergencia, como la píldora del día siguiente, fuese acompañada de aconsejamiento médico-psicológico. Hay que cuestionar también el cambio de mentalidad cultural en torno al aborto y repensar el cambio que supone el ambiente favorable a la permisividad del aborto em nuestras culturas y sociedades.
Por supuesto, habrá que tomar más en serio también la educación sexual, incluido el uso eficaz de recursos anticonceptivos y la responsabilidad del varón, sin que la carga del control recaiga solo en la mujer. Sin tomar en serio la anticoncepción, no hay credibilidad para oponerse al aborto. Aunque no sea suficiente la educación sexual para hacer desaparecer el problema del aborto, sí es importante y necesario, para disminuirlo, fomentar la educación sexual integral, que abarque desde higiene y psicología hasta implicaciones sociales, e incluya suficiente conocimiento de recursos contraceptivos (píldora, preservativos, etc.) e interceptivos (dispositivo intrauterino) .
7. No mezclar indebidamente las exhortaciones de las iglesias a la conciencia de sus fieles y la función legislativa del estado
Ningún gobierno tiene derecho arrogarse el monopolio de la democracia. Ninguna iglesia o confesión religiosa tiene derecho a detentar el monopolio de la moral. La elaboración y presentación de un proyecto legislativo para someterlo al debate parlamentario es un servicio a la comunidad política, pero no puede dictar de antemano a ésta los resultados de dicho debate. Las opiniones de diversos grupos sociales prestan igualmente un servicio a ese debate. Asociaciones profesionales, medios de comunicación, entidades educativas o investigadoras, o representantes de tradiciones religiosas ejercen su derecho a contribuir al debate cívico; pero no pueden imponer esas opiniones por encima de las reglas constitucionalmente consensuadas por la comunidad política para su funcionamiento parlamentario. Todos pueden proponer, sin imponer. Todos pueden cuestionar, pero sin condenar. Las iglesias, como otros grupos sociales de opinión, tienen derecho a y deber de participar con su aportación al debate público, con la condición de no imponer, sino proponer, su opinión y sin que las razones aducidas para mantenerla sean de índole ideológica, política o religiosa. Un diputado/a creyente podrá mantener su convicción en favor de la vida naciente y, a la vez, apoyar una legislación que despenalice en determinados supuestos las opciones autónomas de la madre acerca de la interrupción de su embarazo. Este diputado/a, moralmente responsable y religiosamente creyente, puede mantener la convicción de que no es justificable (ni por ética ni por fe) una determinada interrupción del embarazo y actuar en su vida de acuerdo con dicha convicción. Pero, al mismo tiempo, puede apoyar una ley que no penaliza el aborto en determinados supuestos. Este diputado/a no confunde el ámbito de lo penal con el de lo moral y lo religioso; asimismo, su obispo no le impondrá en nombre de la moral o la religión lo que debe votar. La cúpula jerárquica de la iglesia en algunos países ha incurrido a veces en esta equivocación, empeorándola al no tener en cuenta las distinciones entre ley y conciencia, o entre delito y pecado. El derecho de las asociaciones religiosas a proponer su parecer con libertad de expresión debe distinguirse de la imposición que no respeta la laicidad del Estado.
Para terminar, quisiera recordar el episodio evangélico de un adulterio denunciado (Juan, 8), en el que la acusación pretendía lapidar a muerte a una mujer, tratando el pecado como delito. Jesús no la condena, ni la justifica a la ligera. La despide deseándole que no vuelva a encontrarse en semejante situación. Ni condenación ni complicidad, sino comprensión y misericordia. Rechazo al mal y acogida a quien, al cometerlo, se convierte en su propia víctima. Como decía Juan Pablo II, en cada aborto hay dos víctimas: el feto y la madre. Jesús enseñó y practicó el criterio del profeta Oseas: “Compasión quiero, más que sacrificios” (Oseas 6,6; Mateo 9, 13 y 12, 7).
* Juan Masiá Clavel es un jesuita nacido en Murcia, España, en 1941. Doctor en filosofía por la Universidad de Comillas, ha trabajado la mayor parte de su vida en Japón, en donde es profesor de bioética en las universidades Sophia y Bunkyo, en Tokio. Sus intereses son la antropología teológica, la filosofía bioética y el diálogo interreligioso. @jmasiasj
** Para enriquecer el debate centroamericano como sociedades y democracias, la Universidad Rafael Landívar fundó en 2011 Plaza Pública, para hacer investigación, análisis y debates. En esta última sección, los columnistas y blogueros no necesariamente representan la visión de PzP o de la URL. Para compartir las visiones landivarianas sobre algunos temas, iniciaremos un blog que llamaremos “De bioética”, con varios especialistas invitados por la Universidad.
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