El proceso, que en su etapa inicial estuvo en un receso de casi un semestre, lleva una década de gestión en las cortes nacionales, y ha sido la muestra palpable de la gigantesca paciencia de los pueblos mayas, representados por la Asociación Justicia y Reconciliación (AJR), cuya perseverancia es ejemplar.
Esa dignidad, mostrada por sobrevivientes y familiares de víctimas de las masacres, acto criminal de genocidio, contrasta con la evidente cobardía de quienes durante el período de muerte ostentaban el poder político y militar en Guatemala. Sentados en el banquillo de los acusados, los generales hoy en retiro, José Efraín Ríos Montt y José Mauricio Rodríguez Sánchez –jefe de Estado y jefe de la Inteligencia Militar durante la etapa de genocidio contra el pueblo ixil, respectivamente– pretenden jugar a la imagen de la inocencia.
Ante la innegable y profusamente probada comisión de genocidio, ante la apabullante prueba testimonial, documental, pericial y judicial, los abogados defensores de los sindicados de autoría intelectual de los crímenes, han tenido que aceptar lo que antes negaban: que en Guatemala hubo genocidio. Sin embargo, para buscar librar de la justicia a sus defendidos, tanto Danilo Rodríguez como César Calderón (representantes de Ríos y Rodríguez, respectivamente), han terminado por decir que sí hubo genocidio pero que no fueron sus patrocinadores.
Rodríguez, ex-abogado laboralista y dirigente guerrillero en la década de los setenta y ochenta, afirmó en su alegato que la responsabilidad de las masacres, las violaciones, el desplazamiento y los hechos que tipifican el genocidio, era de los comandantes de las zonas militares y de las patrullas en el terreno. Según ese razonamiento, la responsabilidad habría de recaer en el actual gobernante, Otto Pérez Molina, en tanto jefe de unidades militares en la localidad. De igual forma, se infiere que el responsable de las más de 500 muertes que atestiguan las osamentas recuperadas en la antigua zona militar de Cobán, Alta Verapaz –hoy Centro Regional de Entrenamiento en Misiones de Paz de la ONU (Creompaz)–, sería Ricardo Méndez Ruiz, jefe de la misma en el período en que se produjo la mayoría de dichas muertes.
César Calderón, defensor de Rodríguez Sánchez, alegó en favor de su representado, que pese a ser jefe del Servicio de Inteligencia Militar en el Estado Mayor de la Defensa, no participó en la elaboración de planes, no controló ninguna operación y no tuvo personal bajo su mando. Se podría inferir, según ese argumento, que el jefe de la Inteligencia Militar durante la contrainsurgencia tal vez se dedicó a tareas tales como tejer crochet, tricot, macramé y fribolité, o quizá se entretuvo horneando galletas y pasteles; porque al parecer, fue incapaz de cumplir con las tareas inherentes al rango y cargo que ocupó.
En ambos casos, la defensa ha pretendido mezclar los niveles de autoría material –el hechor directo–, con la autoría intelectual, es decir: quien concibe, planifica, ordena, diseña o facilita los medios para un delito. Así, han cerrado los ojos y el entender a identificar las atribuciones y responsabilidades correspondientes con el cargo que cada uno ostentó en el período que se juzga.
La maquinaria desatada para la defensa de dos figuras clave en los actos de genocidio que cometió el Estado de Guatemala, por medio de su ejército, es impresionante. Desde el cartel de abogados que acompaña a los sindicados, la estructura para social del ejército en retiro, hasta la actividad de grupos de choque mediático y político, han buscado impedir el avance del proceso. Una década en tribunales, cinco meses de receso en la etapa inicial por más de 70 acciones de frivolidad jurídica, son pequeñas muestras de esta avalancha de impunidad.
De allí que las manos del juez Gálvez tienen la gigantesca e histórica responsabilidad de abrirle a Guatemala el camino para la justicia y la memoria. Al romper el ciclo vergonzoso de la impunidad, el juzgador habrá hecho su mejor contribución como profesional y podrá decir que en su despacho la misión siempre será: honrar la vida.
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