Estoy sentado frente al mar, mirando cómo las olas rompen contra la arena negra. Hace una mañana limpia, con un cielo silencioso salvo las aves que transitan rozando el agua en busca de alimento. El mar está picado y tiene ese color verde profundo y grisáceo, de cuando arrastra todo lo que hay en el fondo.
Yo estoy como esperando a que venga la ola correcta, para echarme a correr y disfrutar de cuando el agua me arrastre mar adentro, donde sólo queda distender el cuerpo y esperar a que sea el momento de flotar entre la espuma. Pero ahora sólo hay estruendo de agua masticando la arena.
Pienso en el mar como destino. En todo lo que viene a dar a él como un hogar.
A una hora y media, dejé la ciudad y sus problemas. Dicen las cabañuelas que este año será de mucha lluvia. Aguaceros enormes en la ciudad inundando las alcantarillas. Aún así, no hay suficiente lluvia como para lavar las huellas del crimen y que el rastro de sangre venga a dar al mar. No hay forma de que todo ese horror desemboque. Sigue rompiendo y rompiendo contra sí mismo.
Un avión rojo, muy viejo, como un emparedado volador se aproxima a toda marcha siguiendo la línea costera. Pasa como una máquina voraz y sentado en la arena, casi siento que toco su vientre, como el niño del Imperio del Sol Naciente, con los jets de los aliados.
Le sigue otro avión antiguo, amarillo brillante, como un ave demasiado extraña. El dueño del hotel me cuenta que es una exhibición de una asociación local. Así que ahora disfruto esperando mi hora frente al mar, viendo los aviones romper el viento con su estruendo.
A mi lado, hay una pareja de ancianos tomando el sol. Parecen apacibles, tanto que creo que duermen. No sé qué sueñen, pero parece que lo hicieran con campos llenos de flores de lavanda. Se ven tan frescos.
Quién podría pensar que algo perverso sale de ahí. Quizá por ejemplo, que el hombre es un asesino en serie evitando la cárcel, como lo propone la tele. Como un hombre fuerte de la Dictadura que ahora se refugia en la playa, protegiéndose de todo, con el paraguas que el presidente acaba de abrir para que envejezca a gusto antes de pisar la cárcel.
Quizá sea eso, quizá. Y la sangre escurre de sus manos, invisible, perdiéndose entre la arena hasta llegar al mar.
Los aviones pasan de vuelta y soy otra vez un niño. Qué peligro. Nací antes de 1987 cuando para el Gobierno de Guatemala era legítimo matar y torturar sin que ello supusiera una violación a los Derechos Humanos.
Una mano alzada y otra sobre la Constitución, jurando proteger la vida. Una voz firme contra los sicarios y ahora mediante acuerdo, se legitima la muerte, diciendo qué va, antes de 1987 la selva. Y ellos defienden mi vida. Con esa ética.
El último avión pasa de vuelta y me pongo de pie. Alzo las manos como si lo fuera a alcanzar y justo cuando pasa sobre mí lo pierdo de vista por los destellos del sol.
El mar abre una puerta para mí, es una ola inmensa, arrastrando la vida y llamándola hacia dentro. Me echo a correr contra ella. Soy un puñado de ansias sobre el agua hasta el zambullido final con el estruendo del agua y el golpeteo del cuerpo contra sí mismo hasta salir a flote.
Un banco de peces diminutos me avanza y comienzo a nadar. El agua está fresca. Desde ahí miro la pareja de ancianos acercarse a las olas. La mañana sigue limpia y las aves se espantaron con los aviones.
Quizá sólo me quede ahí esperando a que sea un poco de espuma deshaciéndose entre los granos diminutos y multicolor de la arena. Cuando nada importe más que ser casa de algo inmenso. Cuando pueda tan sólo estar, cuando la culpa y el perdón vengan.
Más de este autor