Estoy en uno de esos restaurantes de asados ambientado como si fuera una hacienda antigua, cenando con unos amigos. Es lo usual en el esplendor del aguinaldo, todos florecen y quieren ser vistos en sus mejores momentos, sonrientes sin pensar en números en las cuentas. Así que comíamos, para celebrar.
La charla era variopinta. Que los niños, que los trabajos, que los libros. De vez en cuando un diálogo entre el pequeño conservador que suele emerger sin aviso y alguna mediación de los otros para poner límites en esta comunidad que todavía no termina de cuajar.
La comida era espléndida. Un filete en su punto y vino. No hay otra forma de justificar mi identidad carnívora sino a través de mi salvajismo. Encuentro que los vegetarianos y veggies, son una especie más desarrollada que yo. Y lo acepto, como quizá tuvo que aceptar su extinción el Australopiteco ante la llegada del Sapiens. Uga uga. Pero aquella carne estaba exquisita y no podía hacer otra cosa sino saborearme con la experiencia vital y sublime de encontrarme con un cuerpo que ardió al fuego, como si aún estuviera en las cavernas.
Había un trío sonando por ahí, con sus guitarras acústicas y sus boleros románticos. En algún momento de la noche me sentí como parte de una película del cine de oro mexicano. De no ser porque constantemente la charla era complementada con los gadgets de los teléfonos inteligentes, hubiera sido una escena como tal. Que un hilarante vídeo en el Youtube, que la foto de los hijos, de la novia, la esposa, los viajes, yo que sé: las citas al pie de página parecen llevar inevitablemente al espacio virtual.
Y no sé exactamente cómo, pero terminamos hablando de lo que pasaba en la Puya y al parecer no era precisamente un tema popular. Casi nadie estaba enterado de lo que ahí estaba pasando. Salvo el par de amigos más pro. Antes de que el tema fuera reducido a “otro lugar donde hay protestas”, les mostré la foto de las mujeres que enfrentaron a los antimotines.
Hagan de cuenta que a la vuelta de sus condominios hay un sitio, añadí. Hoy que lleguen a sus casas, se dan cuenta que al lugar empiezan a entrar camiones y maquinaria. Les ponen el agua dos veces por semana, así que tuvieron que gastar en cisternas y eso. Pero qué tal que se enteran que ahora en el sitio construyen una mina. Sí, al lado del condominio, con el ruido, el polvo, y encima, se tragan el agua que casi ni ven.
Bueno esta gente, está protestando por eso. Y no son cualquier gente: eran mujeres y niños en su mayoría. Como esta señora, sosteniendo un cuadro de la Virgen frente a una veladora, acostada sobre la tierra, mirando por qué no, a la fuerza policial que llegó con todo a desalojarlos. Y soltaron los gases lacrimógenos y las señoras resistieron con los niños. Cantando el himno, ¿se imaginan? Como si la patria les perteneciera. Y no se opusieron con violencia sino con la fuerza de su convicción, de su dignidad. Esa es la foto.
Por un maravilloso y breve momento, todos sentimos empatía con ellos. Por más lejanos que estuvieran del cuadro permanente donde vivimos con cierta perfección, con elegancia, con gracia, fabricadas sobre el aire. Como si fuera posible vernos en sus zapatos y justificar su oposición.
Sé que la protesta logró en parte su cometido: siguen sin ser desalojados, protestando continuamente por lo que creen justo. Quizá ese sea su principal logro, pero también habrá que contar, que aún cuando parezca pasar desapercibido, lo que estas mujeres hicieron es una fractura en un muro. Y aunque parezca pequeño o demasiado silente para tantísimo ruido, ellas son como la gota que cae perennemente contra la roca, así de destructor.
Entendí que esas mujeres ese día, no sólo defendieron lo propio, sino a la humanidad. Y que siguen en pie haciéndolo. Y tengo que reconocer que estoy en deuda con ellas. Porque aunque no lo sepan, también están sosteniendo mi fe.
De pacífico a tenso. Una fotogalería de Sandra Sebastián sobre La Puya.
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