El General, ese niño fenómeno mitad destrucción de la ortodoxia militar, mitad reproducción del macho latino, sonando con su pum pum mami mami mami a la una con treinta y dos de la mañana, en el estéreo de un auto, aparcado en la calle a las afueras del bar.
Ahí estoy, bailando con unas amigas, sintiéndome una bestia destructora del sabor. Era una noche tranquila, hasta que apareció ese mal amigo, como un Pancho Villa, que en vez de municiones en el pecho llevaba rondas de cerveza. Demonio. Ahora habría que mirarme, intentando menearme con indecencia. Como si no me saliera natural.
Y después del meneo sensual el hambre vino, como era de esperarse, a las dos con veinte. Esta ciudad a esa hora, tan llena de verdad, con las calles ardiendo en luz naranja, patrullas escondidas entre la sombra, hombres limpiando los anuncios en las paradas de bus y los oasis para los taxistas y los trasnochados: esas parrillas donde nacen las milagrosas cenas tardías.
Nuestra primera opción es la Avenida Elena con su Paisa en ese restaurante móvil, un camión viejo, blanco resplandeciente aparcado cerca del Hospital General. Las mejores tortillas con carne de la ciudad. Pero a esa hora ya hasta ella nos dejó a nuestra suerte y se largó con su camión. Somos un trío de hambrientos, mis amigos y yo, buscando el confort de un plato de comida caliente.
Así que vamos al único puesto que no te abandona, en la dieciocho calle. Lo atienden dos chicas, salidas de una convención de cosplay. Ambas son pequeñas y tienen esos cortes de pelo, como de animé. Siempre tienen una gracia, intentando hacerte reír a las tres con veinte de la mañana.
Es el sitio favorito de toda suerte de trabajadores nocturnos y borrachos de tiempo completo. Todos comemos, entre uniformados y civiles, como si se tratara de una gran comunidad. Esta vez, al lado tenemos a un hombre mayor que sonríe con sus dientes torcidos y sus lentes enormes, que lo hacen parecer una versión ochentera de sí mismo, que ahora cuenta cómo estuvo la carrera en el taxi, o más bien, cómo sobrevivió otro día intacto.
Al otro lado, oficiales de policía, con los ojos hinchados por el desvelo. Un grupo de hombres, que no sé por qué me parecen que trabajan haciendo pan. Entre los puestos vacíos alrededor, duermen algunos indigentes sobre unas tablas. Sé que escogen ese lugar para no sentirse solos, ahí siempre hay risas y gente contando su vida, como si la noche les permitiera eso: ser desde las sombras, desde lo que no se ve como una especie de liberación.
Las muchachas no dejan de cocinar y cantan mientras lo hacen, tienen una radio pequeña con pura balada romántica. De vez en cuando se detienen a hablar con un comensal, con tanta soltura que parecen ya las madres de todos nosotros. No sé cómo será vivir siempre la noche de esta ciudad, alimentando a sus hijos, ni cómo pueden sonreír siempre.
Son un bálsamo, eso sí, para esta ciudad que a veces un par de manos que aprietan el cuello. Otras, manos que también dan. Es un ir y venir en ambas vías. Con las avenidas arboladas, llenas de pájaros, con los rincones extraños donde se sostiene el mundo con un mondadientes, con los lugares donde he querido, donde vive la gente que quiero, donde crecí. Y a veces parecen escurrirse todos como la noche, yéndose hacia un destino que no he logrado determinar.
Esa quizá sea la parte que daña y que alivia. Como un vicio enquistado. Una terrible adicción a vivir en el filo del peligro, como si aquí se intensificara todo potenciándose a su máxima expresión.
Terminamos, nos despedimos de la gente y pasé dejando a mis amigos a sus casas para volver a la mía, sin un gramo de sueño. Intenté tomar un libro pero no pude. No encontré nada en el televisor. Me senté en la sala a mirar por la ventana, cómo la densa bruma que viene del oeste empezaba a emerger desde lo profundo del barranco para tomar el bosque de la orilla y el condominio vecino, el del cerro con las casas con techos de teja.
Los bambús sonoros colgados en el patio, empiezan a hacer música con el viento. Todos duermen a esa hora. Algunas casas brillan con las luces de navidad. Yo pienso en la gente que quiero.
Esta ciudad me parece un ente vivo en el que vamos viajando hacia un destino ciego. Sólo espero que nunca te dejes abrazar del todo por ella. Que emerjas de vez en cuando. Porque saber que sobrevives me salva del frío. Que me permitas ver el mundo como una maravilla a través de tus ojos. Encontrar un enorme telescopio para ver las estrellas en tu voz.
Quizá te cuente alguna historia, lo normal. Que en casa todo marcha bien, salvo los días como hoy en el que me doy cuenta que soy un mar picado que no desemboca, con los peces abandonándolo para erigir una ciudad llena de neón.
Me encantaría que me digas que soy la persona que imaginabas que sería y que seguimos siendo un destello de color. Quiero que resolvamos que a pesar de todo, sobrevivimos a esta guerra sin haber creído que lo conveniente era devolver el fuego. Que nunca seremos un fantasma caminando por la madrugada, sin alguien con quien hablar acerca de un futuro mejor.
Quizá sea porque esta semana estuve cercado por el odio, quizá porque he visto cómo siguen erigiendo una lucha de la humanidad contra sí misma, desde el discurso más cómodo. Quizá porque las luces brillan tan poco y hace tanto frío. Y de vez en cuando necesito aceptar que dejé que la ciudad tomara demasiado de mí y aún ando recobrando mis piezas. No lo sé. Hay mucho de espíritu melancólico en las madrugadas, aunque uno lo quiera evadir.
El asunto es que ahora que amanece, soy un hombre mirando la ventana, esperando atestiguar el amanecer en todas las esquinas del hambre, como una afrenta de la vida contra lo que la niega, como una forma de resistencia que aún no logro comprender; pero me maravilla.
Y quisiera tomar esto que me llena y traducir al menos sus bordes en palabras, de cómo un hombre empieza celebrando, pasa por la desolación y termina preguntándose acerca de la esperanza y sería un poco explicar cómo es vivir en esta ciudad, que sigue siendo un organismo vivo, cuyo corazón está lleno de ti.
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