La frase, tomada del testimonio de un indígena kakchiquel testigo del asesinato de su familia a manos del ejército, resume para el narrador de la novela el estado mental de todos los habitantes del país, tanto el de los miles de personas que sufrieron experiencias semejantes a las del indígena kakchiquel, como el de los soldados y paramilitares que las ocasionaron y la población en general
Casi 16 años han tenido que pasar desde la firma de los Acuerdos de Paz para finalmente darnos cuenta que, como sociedad, seguimos tan incompletos de la mente como el día mismo en que se firmaron los Acuerdos. Dieciséis años después, Guatemala sigue siendo una colectividad profundamente traumatizada y melancólica; es decir, una sociedad que, como el sujeto melancólico freudiano, no ha podido o querido iniciar un trabajo de duelo colectivo que pueda darle sentido a un evento tan traumático como sus 36 años de guerra interna. Y, por ende, una sociedad que sigue viviendo bajo los términos que ese pasado le impone. De ahí nuestra, al parecer, constante necesidad de dividirlo todo en amigos y enemigos, en bochincheros y amantes del estado de derecho, en criminales y guatermorfosistas: así, a lo facho, sin términos medios, sin matices, sin hacer un esfuerzo real y honesto por oír, por entender, por ir más allá de arcaicos y pérfidos prejuicios.
Para Freud, el trabajo de duelo es la reacción no patológica a la pérdida de algo muy querido que nos constituye como sujetos, ya sea esto una persona o una abstracción como, por ejemplo, la libertad, la patria u otro ideal. Cualquiera que haya experimentado y superado un trauma —un accidente severo, abuso sexual, la muerte inesperada de un ser querido, incluso el ser despedido— sabe que el trabajo de duelo no implica olvidar, reprimir o ignorar el evento traumático sino, más bien, aprender a convivir con él. En otras palabras, el trabajo de duelo es el proceso mediante el cual se le da sentido a la pérdida de sentido ocasionada por el evento traumático. Esto necesariamente implica descubrir qué fue exactamente lo que se perdió con aquello que se perdió para así poder incorporar ese saber al presente y abrir la posibilidad real un futuro otro y fecundo.
La melancolía, por el contrario, es un estado patológico que resulta de la imposibilidad de darle sentido al evento traumático y, con ello, de realizar un trabajo de duelo exitoso. Por ello, el sujeto melancólico vive anclado al evento traumático y, por ende, al pasado, aunque no necesariamente viva en el pasado. El melancólico sabe qué o a quién ha perdido (una persona, un ideal, una posibilidad, etc.) pero no sabe exactamente qué fue lo que perdió con eso que perdió; es decir, el melancólico no ha sido capaz de darle sentido al evento traumático y, por lo tanto, es incapaz de incorporar el pasado al presente de manera justa y responsable, incapaz de abrirse a la llegada de ese futuro que se espera otro y fecundo. Si en el trabajo de duelo, la pérdida y la tristeza ocasionadas por el evento traumático son localizables y conscientes, en la melancolía ambas son, por el contrario, inconscientes: el sujeto melancólico puede no ser consciente de su condición melancólica y la profunda parálisis emocional, psíquica y mental que conlleva.
Así visto, no sería difícil concluir que la sociedad guatemalteca es una sociedad profundamente melancólica. Una sociedad que no ha querido aceptar que los eventos traumáticos colectivos afectan no solo a los directamente involucrados y sus familiares, sino a la sociedad en su conjunto, incluso a los que creen haber estado al margen, y las generaciones post-conflicto. Una sociedad, en suma, que más allá de esfuerzos individuales o proyectos específicos se ha auto-negado la posibilidad de darle sentido al evento traumático, a descubrir y entender qué es exactamente aquello que, más allá de las irreparables vidas individuales, perdió con y en la guerra.
La pregunta obvia es, ¿cómo llevar a cabo un trabajo de duelo que nos permita aprender a convivir colectivamente con el trauma de la guerra y así superar su perenne actualización en el presente? En otras palabras, ¿cómo salir del profundo estado melancólico colectivo, superar aquello que para unos fue y es pura insensatez y para otros no más que ruido de fondo? En el próximo post, o al menos eso espero, intentaré esbozar algunos posibles caminos partiendo de las dos novelas que sugiere el título de este artículo—Insensatez, de Horacio Castellanos Moya, y Ruido de fondo, de Javier Payeras.
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