Mucha sangre ha corrido siguiendo la lógica que busca que justos prevalezcan sobre injustos, civilizados sobre bárbaros, desarrollados sobre salvajes, libres sobre esclavos. Esta dinámica de pensamiento instituye, en resumidas cuentas, doctrinas políticas de odio y/o amistad que son fundamento básico de la violencia (especialmente colonizadora), sin dejar la posibilidad mínima de intermedio alguno.
La reiteración de esa práctica se hace evidente en la reciente difamación del trabajo del Mecanismo de los Pueblos Indígenas y las acusaciones de desestabilización y terrorismo emitidas contra comunidades kaqchikeles. Nuevamente, como desde hace muchos siglos, vemos que es constante que estas prácticas discursivas racistas sean emitidas por élites criollas finqueras, como es el caso de Preti; familiares de los dueños de la cementera que es parte del conflicto en el territorio, como Sylvia Gereda, quien lleva el Torrebiarte de apellido de casada (directamente vinculada a Novella); y/o españoles recién llegados que acusan a la cooperación de “intervencionista” pero que, como en el caso de Trujillo, llegaron a Guatemala con una misión de Naciones Unidas financiada con fondos de cooperación internacional. Y si eso fuera poco, ¿se ha dado cuenta de quiénes son los anunciantes del programa televisivo desde donde son emitidas estas infamias?
El pensamiento colonizador de este tipo de personas busca desde hace muchos siglos, poner en duda las capacidades de los indígenas para contribuir al “avance” de la civilización. De ahí que una de las herramientas principales para esta empresa haya consistido en culpabilizar a las víctimas de los despojos, las matanzas y la dominación que han sufrido. En los primeros debates colonizadores del siglo XVI se planteó una serie de ideas sobre ellos: si tenían alma o eran bestias; que su estado de “salvajismo” los alejaba de la ley divina y la ley del hombre; que eran siervos por naturaleza, por lo que solo les correspondía obedecer, nunca mandar; que eran como niños, por lo que se les debía corregir con violencia cuando fuera necesario, etc., etc. Mediante todos esos argumentos falaces se justificó la usurpación, la explotación y el servilismo, durante los siguientes 400 años.
A finales del siglo XIX, desde esa misma perspectiva, se planteó que los indígenas eran, esencialmente, “brazos” para el trabajo; para que se completara el cuadro de riqueza que suponía el cultivo del café para la nación. Bajo esta lógica se argumentó que era justo disponer de ellos y de sus tierras para el avance de la civilización y el progreso de Guatemala. Quienes no se sometieran a su forma de pensar serían considerados como la rémora del avance nacional y por ello, culpables del castigo que sufrirían.
Tales discursos justificaron, a su vez, un modelo económico materializado en las grandes fincas dedicadas a los monocultivos, como las figuras jurídicas que dieron pie al desplazamiento y el despojo de las poblaciones, mediante las cuales se aseguró la demanda de trabajadores requerida en la boca costa cafetalera. De tal cuenta, se promulgó una serie de reglamentos y decretos, como el de la vagancia y el batallón de zapadores que fueron el pivote de los trabajos forzados a que fueron sometidos los indígenas hasta los años cuarenta del siglo XX. En suma, en ese período fueron clave discursos políticos y normas jurídicas para garantizar el peculiar desarrollo del capitalismo finquero que ha favorecido a la oligarquía criolla guatemalteca desde hace más de cien años.
Hoy, con los discursos sobre el desarrollo minero sucede lo mismo. De nuevo, los poderosos colonialistas, que cuentan con dinero, medios de comunicación masiva, armas y con el Estado a su disposición, culpabilizan a las poblaciones indígenas y campesinas de los abusos que se cometen en su contra.
Dicen que los indígenas y campesinos deben contribuir al avance y el desarrollo del país cediendo sus territorios a las corporaciones nacionales y transnacionales que están introduciendo la minería, nuevos monocultivos e hidroeléctricas. Y cuando se oponen, son catalogados como terroristas, con el evidente riesgo de que la violencia recaiga sobre ellos.
Puede afirmarse que la situación actual no es muy distinta de la del siglo XVI. Individuos como Silvia Gereda, Pedro Trujillo y Humberto Preti culpabilizan a las poblaciones de los abusos que se cometen (o que se puedan cometer) en su contra. Además de acusarlos de terroristas y desestabilizadores, dicen que estas poblaciones son retrógradas, que se oponen al desarrollo que traerán a la nación las corporaciones nacionales y extranjeras.
No puede uno dejar de preguntarse: ¿qué pasa con el derecho de los pueblos a decidir el modo de vida que quieren tener? ¿Por qué el modelo capitalista basado en el extractivismo y la depredación debe ser el único, el más justo, desarrollado y civilizado? ¿Están creando nuevas condiciones para desplegar otros dispositivos de violencia “justa”? ¿Justa para quién? ¿Para ellos, sus patrones y sus intereses?
Por la asesoría técnica y jurídica que dan a las organizaciones, el trabajo que realizan instancias como el Mecanismo de los Pueblos Indígenas Oxlajuj Tz´ikin es de suma importancia. Apoyar a organizaciones indígenas y campesinas que luchan contra esas lógicas no es apoyar terroristas. Más aún, oponerse a la organización social de indígenas y campesinos calificándola de desestabilizadora y amenazante, no es más que el remanente de un pasado racista, autoritario, violento y abusivo.
Esta columna fue originalmente presentada como el editorial del Noticiero Maya Ka`t de la FGER, el 21 de marzo del 2012.
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