La degradación de nuestra casa común –la Tierra– es más que un problema técnico: es político. No hay ser humano sobre la faz del planeta que pueda escapar a él. La creciente falta de agua dulce, la degradación de los suelos, los químicos tóxicos que nos inundan, la desertificación, el calentamiento global, el adelgazamiento de la capa de ozono, el efecto invernadero negativo, los desechos atómicos, son problemas de magnitud global a los que nadie puede escapar.
La industria moderna, hija del capitalismo, transformó profundamente la historia. En un corto período –un par de siglos– la humanidad avanzó técnicamente lo que no había hecho en milenios. La vida cambió sustancialmente, se hizo más cómoda, menos sujeta al azar de la naturaleza. Pero esa modificación en la productividad no dio como resultado sólo un bienestar generalizado.
Hoy día la producción es, ante todo, mercantil, destinada a un mercado para ser vendida; la anima el lucro. Más aún: la razón misma de la producción pasó a ser la ganancia; se produce para obtener beneficios económicos. Lo importante es vender, no importa a qué costo. Actualmente, dos siglos después de iniciado ese modelo con la Revolución Industrial de mediados del siglo XIX en Inglaterra, la humanidad en su conjunto paga las consecuencias de un esquema de producción y consumo desaforado, donde la obsolescencia programada (que todo se destruya rápido para que haya que volver a comprar) es el motor. El sistema capitalista, salvo algunos puntos del planeta que abrazan un modelo socialista, se ha expandido globalmente, y el consumo imparable marca la dinámica de la humanidad en este momento histórico.
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Aunque hay alimentos en cantidades inimaginables (40 % más de los necesarios para nutrir bien a toda la humanidad –pero pese a ello, el hambre campea–), viviendas cada vez más confortables y seguras, comunicaciones rapidísimas, expectativas de vida más prolongadas, etc., la matriz básica con que la industria capitalista se plantea el proyecto en juego no es sustentable a largo plazo: importa más la mercancía que el sujeto para quien va destinada. Se ha creado un monstruo; si lo que prima es vender, la industria relega la calidad de la vida en función de seguir obteniendo ganancia. Y el planeta, la casa común que es la fuente de materia prima para que nuestro trabajo genere la riqueza social, se relega igualmente. Consecuencia: la actual catástrofe medioambiental que vivimos.
La destrucción del medio ambiente responde a causas eminentemente humanas, a la forma en que las sociedades se organizan y establecen las relaciones de poder; en definitiva a motivos políticos. Occidente y la idea de desarrollo que ahí se gestó está en franca desventaja con otras culturas (orientales, americanas, africanas) en relación a la cosmovisión de la naturaleza, y por tanto al vínculo establecido entre ser humano y medio natural. El desastre ecológico en que vivimos no es sino parte del desastre social que nos agobia. Si el desarrollo no es sustentable en el tiempo y centrado en el sujeto concreto de carne y hueso que somos, ¿para qué nos sirve?
El modelo capitalista, hoy impuesto planetariamente sintiéndose vencedor, no puede ofrecer respuesta a los grandes problemas de la humanidad: hambre, ignorancia, miedo. Quizá es hora de pensar en alternativas, ¿no?
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