Para algunos científicos occidentales, la relación del ser humano con la naturaleza ha pasado por cuatro momentos: temor, respeto, rompimiento y reconciliación. La civilización maya ha conservado en permanencia y de manera dominante el respeto a la naturaleza (Madre Tierra), que choca frontalmente con el rompimiento de esa relación que caracteriza a la modernidad, surgida del colonialismo/capitalismo que la convierte en mercancía.
En el Popol Vuh, los volcanes son sagrados. El valle del volcán Ixcanul en Quetzaltenango (convertido por la religión cristiana en Santa María) es el escenario donde los gemelos Jun Ajpu e Ixbalamqué jugaban a la pelota. En las ceremonias actuales, como parte de la continuidad del pensamiento cosmogónico, los guías invocan, nombrando, volcanes, ríos, pueblos, jaguares, venados, aves, valores, etc., con lo cual se define el carácter sagrado de la naturaleza y todo lo contenido en ella.
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La totalidad, el infinito, es el marco donde se ajustaron y sintetizaron las observaciones astronómicas con los ciclos temporales y vitales de la producción agrícola para la supervivencia, en un intento permanente de equilibrio y armonía entre necesidades y respeto. Dice Guzmán Böckler: «El tiempo es la deidad primigenia de Mesoamérica. Todas las demás actúan dentro de él según los ritmos que el mismo les impone. El infinito ilimitado se presenta configurado por ciclos e interciclos temporales portadores de bienestar o desdicha.»
Relaciono lo anterior con las imágenes, tomadas desde el espacio, de la última erupción del volcán Hunga Tonga-Hunga Ha’apai. Sumergido en el océano pacífico, envió un hongo de humo y ceniza al aire y una onda expansiva a través del mar circundante. Según cálculos, la erupción (con que se inicia el 2022) duró ocho minutos y fue tan fuerte que se escuchó el trueno en las islas Fiyi, a más de 800 kilómetros de distancia, causando temor en países lejanos que tienen costas marítimas ante la posibilidad de tsunami.
En 1922, una tremenda erupción del volcán Santa María dio lugar al nacimiento del creciente volcán Santiaguito, donde las imágenes de su permanente actividad infunden temor y respeto. Aparte de consecuencias futuras, como las sequías.
El inicio del siglo XX, fue catastrófico para Guatemala. Según Richardson B. Gill [1], en 1902 hubo un terremoto que estremeció el sudoeste del país, con epicentro cercano al Santa María. En abril de ese año, otro terremoto de magnitud calculada en 8.3 cuyo epicentro también fue el Santa María, destruyó las ciudades de Quetzaltenango, San Marcos, Retalhuleu y Mazatenango y en septiembre, otro terremoto cuyos efectos se sintieron en México y el Salvador, el segundo terremoto de magnitud 8.3 en el mismo año.
La actividad del Santa María fue disminuyendo hasta 1911. Pero, en 1922 una nueva fase eruptiva marcó el nacimiento, según el autor, del “domo paleano escarpado conocido como Santiaguito, uno de los más grandes de su tipo en el mundo y que siguió creciendo décadas después. La erupción se clasifica entre las 10 mayores explosiones históricas. Se ha calculado sobre bases teóricas que la columna eruptiva alcanzo 35 kilómetros de altura. El Santa María, había estado en reposo aparente de 500 a 1,000 años.”
En resumen, lo que entendieron nuestros ancestros es que la naturaleza determina al ser humano y a las sociedades, no al revés. No es el ser humano la cúspide de la creación: es la Madre Tierra la que da y quita vida. Sin embargo, la cosmovisión occidental, desde tiempos de Sócrates, disoció al ser humano de la naturaleza, convirtiéndola en cosa, susceptible de transformar y utilizar al infinito, marcando globalmente una tendencia suicida cobijada en la ambición capitalista-colonialista. Un entendimiento alternativo de la filosofía que sacraliza al Cosmos y que es parte de la cosmovisión de los pueblos mesoamericanos, es necesario para la sobrevivencia de la humanidad.
[1] Las grandes sequías mayas. Agua, Vida y Muerte. Fondo de Cultura Económica, México, 2008.
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