En nuestro país, hace tiempo que la degradación de esta razón humanitaria básica rayó en cotas de distopía. Narrativas inverosímiles para cualquier comprensión de convivencia decente se convierten en el cinismo cotidiano con el que aprendemos a vivir tranquilamente en mi Guate.
Para conocer la deshumanización que nos ha llevado hasta el Homo sacer esgrimido por Giorgio Agamben (es decir, aquella vida que después de cometer una infracción puede ser destruida sin pena a...
En nuestro país, hace tiempo que la degradación de esta razón humanitaria básica rayó en cotas de distopía. Narrativas inverosímiles para cualquier comprensión de convivencia decente se convierten en el cinismo cotidiano con el que aprendemos a vivir tranquilamente en mi Guate.
Para conocer la deshumanización que nos ha llevado hasta el Homo sacer esgrimido por Giorgio Agamben (es decir, aquella vida que después de cometer una infracción puede ser destruida sin pena alguna) basta con regresar al 8 marzo de 2017: la cruel muerte de 41 niñas bajo protección del Estado de Guatemala. Quien se supone que debía salvaguardar a estas muchachas de la propia negligencia con que el Estado trata a su propio futuro hizo lo que mejor sabe hacer: mirar impasible el macabro final de sus jóvenes y usarlas de combustible en la pira de la razón conservadora como escarnio por ser niñas rebeldes. Por excluidas y como excluidas socialmente, simplemente sobraban. Uno creería que este es el punto más bajo de la perversidad: la desaparición expedita del no deseado a través de la muerte física.
Pero aquí no hay fondo que tocar. La posterior reacción virulenta de la sociedad al ver sus propias costillas y miseria retratadas en la crueldad a la que fueron sometidas estas niñas prefiere refugiarse en la narrativa conservadora de un mundo granítico justificado por una razón moralista y religiosa antes que reconocer su fracaso y la necesidad de redimirse a través de un nuevo contrato social. Este orden incuestionable del mundo regresa por sus fueros ya no para eliminar físicamente sus cuerpos, sino para algo igual o más perverso que quemarlas vivas: destruir sus almas a través de la negación de su condición humana, que entraña la compasión y el duelo por su muerte. No merecen ni eso. La sociedad se entrega a una orgía de diatribas y discursos de odio obcecado contra ellas como error de la sociedad, de padres irresponsables que no debieron tener hijos, de modo que son irredimibles por el hecho de ser quienes son. El actual ministro de Cultura, con servilismo militante, impidió que cualquier atisbo de humanidad que recuerde la grave afrenta cometida por el Estado quedara en el espacio público. No merecen siquiera ser humanizadas, como el Homo sacer.
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Pero la bajeza sigue dando vueltas de tuerca hacia una degradación moral mayor: la denuncia en contra de las sobrevivientes como responsables de la tragedia en el hogar seguro por un esbirro de uno de los acusados. La genealogía de la deshumanización sigue rutinas identificables que hacen que ciertos cuerpos sean insignificantes y prescindibles. Pero ¿qué hay de los perpetradores? ¿Cómo se construyen a sí mismos? ¿Cuáles son los orígenes de los juicios morales o de las certezas racionales que los llevan a la convicción de que está bien denunciar penalmente a las víctimas del Estado? ¿Qué hay detrás de este pragmatismo macabro? ¿Una maldad primigenia o indecible o solo una estupidez groseramente básica para ayudar al compadre que está en el bote por negligencia? Hannah Arendt no se equivoca: la maldad y la estupidez son dos puntos de vista de una misma condición.
La insensibilidad y el cinismo para acusar a las niñas mismas de esta vergüenza nacional no son la causa, sino el síntoma de un mal mayor, de otra muerte gravísima a nivel social: la de la narrativa de los derechos humanos como garantía absoluta que se erige como pináculo y fundamento del orden de convivencia y de comprensión social por encima de cualquier otro discurso de la cotidianidad: cotidianidad que, desatada de cualquier principio rector de humanidad, perpetra lo peor por la más vana de las razones.
El discurso de los derechos humanos es una ficción, pero una de las ficciones más poderosas y esenciales sobre las que se asienta nuestra comprensión normativa del mundo. Este orden imaginario y compartido hace posibles los controles reales al poder arbitrario. La ontología del sujeto de derecho y la libertad subjetiva cabalgan sobre esta valiosísima imagen que permite la creación de esquemas evaluativos sobre el actuar del Estado. Si perdemos esta capacidad de construir el orden simbólico, no nos queda otra cosa que la barbarie maquillada de moralidad.
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