Este recurso no fue la casual ocurrencia de un déspota acorralado: manifestaciones burdas de poder que intentan mostrar de manera intimidante el supuesto apoyo popular al régimen de turno han sido más bien una constante de nuestra historia nacional. Entre el mal recordado Jueves Negro del 2003 o la alerta de una inminente conspiración socialista que habrá de transformarnos en Venezuela según las fobias de la patronal guatemalteca hay un denominador común: explotar el miedo atávico a una supuesta rebelión de los de abajo contra el statu quo, en la que el indígena devolverá la misma moneda con la que ha sido tratado desde tiempos inmemoriales. ¿Quién no escuchó de sus mayores decir que, «si los indios se juntan, son peligrosos»? ¿O que, «si llegan a levantarse, nos matan a todos»? En el inconsciente ladino gravita una sensación de que este orden de cosas no está bien y de que tarde o temprano los perjudicados vendrán a tomar la justicia por mano propia. Detrás de la desconfianza y del rechazo inveterado a las movilizaciones sociales indígenas y campesinas subyace un temor tan añejo como la historia de nuestra sociedad fragmentada.
Sin embargo, el voto urbano en favor de Thelma Cabrera, aun limitado en la ciudad de Guatemala pero más significativo en el área metropolitana de Quetzaltenango, invita a pensar que una parte de la población mestiza urbana, consuetudinariamente racista y de pocos afectos hacia la población pobre rural, empieza a ver en este tipo de proyectos políticos alternativos la posibilidad de construir una voluntad constituyente que genere un nuevo mapa político más acorde a sus aspiraciones que las opciones actuales del sistema, uno que permita llevar a cabo la tarea de reforma del Estado que tanto se viene exigiendo desde el 2015 y que, al parecer, solo se podrá llevar a cabo con el concurso de un movimiento abiertamente rupturista.
Un sistema capturado, más que necesitar luchas contra la corrupción, necesita un movimiento que corte por lo sano con las estructuras constitutivas de la corrupción misma más allá de los sujetos que transitoriamente se sirven de ella, un ariete disruptivo que nivele las condiciones del juego participativo y que a partir de ahí permita trazar las rutas para una política deliberativa real, que refleje las aspiraciones y demandas comunes a los sectores urbanos y rurales.
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La emergencia significativa del MLP y del partido Winaq en el espectro de la política crea un nuevo horizonte de comprensión sobre quién es el sujeto político permitido y legítimo dentro del sistema. No es tan precipitado señalar entonces que hay grietas en la hegemonía conservadora donde pensábamos que no podía haberlas. La aceptación relativa de la candidatura de Cabrera muestra que incluso el fiasco de hace cuatro años de confiar en un sujeto aparentemente bonachón pero evidentemente incapaz de hilar una idea coherente sobre cómo dirigir el Estado ha dejado dolorosos pero necesarios aprendizajes ciudadanos: una mujer indígena de extracción rural representando un movimiento social es vista ahora con mejores ojos que la mayor parte de la bufonesca oferta electoral que con mayores recursos se presentó el domingo pasado a las urnas.
Aunque el resultado de esta elección última deje más sensaciones agrias que placenteras, esta lectura alternativa desea evidenciar lo factible de tender puentes entre lo urbano y lo rural, que sí es posible construir caminos de entendimiento; adquirir conciencia de la imposibilidad de caminar de espaldas al futuro, ignorando las demandas políticas más sensibles de la mitad de la población, y, sobre todo, mostrar que las demandas rurales y urbanas no son irreconciliables ni excluyentes entre sí. Hay razones para pensar que un nuevo mapa político está en gestación.
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