Evitar el uso sistemático e indiscriminado del transporte privado requiere de algo más que solo pretender bajar a la gente de los carros para subirla al transporte público. Si no se comprenden las razones de por qué se da el fenómeno y la relación que este guarda con la distribución y la forma del espacio urbano, las probabilidades de éxito son limitadas.
Si se piensa en la cantidad de personas imposibilitadas físicamente de abordar un autobús o el esfuerzo significativo que representa para muchas personas el uso de una pasarela, uno acaba por preguntarse para qué o para quién está hecha esta ciudad.
La capital está segregada por razones de clase. La desigualdad económica y la guetización del espacio urbano han conducido sistemáticamente a la bunkerización del espacio habitacional: una parte de la población encerrada por la exclusión social y la otra por el miedo al otro. Esto agudiza el confinamiento de los jóvenes y de las mujeres, para quienes la vida en la ciudad es ciertamente inexistente.
La segregación del espacio urbano en términos de género también crea otros incentivos perversos a la movilidad: las mujeres tienen muchos más motivos para utilizar transporte privado, la inseguridad y la división sexual del cuidado principalmente. La estructura patriarcal de la sociedad guatemalteca hace que muchas mujeres dependan de otras mujeres para conciliar vida laboral y trabajo. Sin ello encontrarían serias dificultades para insertarse en el mundo del trabajo asalariado.
La inexistencia de sistemas de guarderías accesibles y de zonificaciones funcionales de la infraestructura educativa que eviten que los niños y los jóvenes tengan que desplazarse a la escuela desde las 5:00 a. m. coadyuva a la reproducción y al reforzamiento de la desigualdad entre hombres y mujeres, pues a estas se les delega la labor del cuidado familiar. Esto no solo se suma a la caótica movilidad urbana, sino también refuerza dicha desigualdad en términos prácticos, ya que confirma roles, creencias y estereotipos sobre los márgenes de libertad y de seguridad de las mujeres en la ciudad.
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Si bien se necesitan transportes sostenibles, ciclovías, calles seguras y banquetas que inviten a caminar y que no impidan la movilidad de personas invidentes y con discapacidades, una ciudad que mueve millones de personas a diario desde las ciudades dormitorio, con desplazamientos absurdos en términos de distancias y de tiempos, necesita, ante todo, que sus infraestructuras sean funcionales. Quizá sea más sencillo pensar en la movilidad del ciclista y de la gente que camina cuando los problemas inherentes a la estructura socioespacial sean abordados frontalmente. Después de todo, la ciclovía natural es la calle misma, compartida por todos y todas sin riesgo.
Ahora que por fin ha empezado a asomarse tímidamente en la discusión pública la necesidad de crear una autoridad político-administrativa metropolitana, esta traerá sus propios desafíos: repensar los instrumentos legales que le den vida, las competencias políticas intermunicipales, la resignación del poder en detrimento de los feudos y cacicazgos locales, la desverticalización de las estructuras y competencias de la ciudad de Guatemala y los márgenes de discrecionalidad del Código Municipal.
La agenda neoliberal vigente en la ciudad, que en realidad no es otra cosa que el recurso ideológico autoritario que encubre el hago lo que se me da la gana porque tengo el poder para hacerlo de las élites (que así se han servido del poder del Gobierno municipal), no ha podido ser consecuente con su supuesta ética liberal, de modo que ha dejado una estela de crecimiento urbano desordenado que lleva a un predecible desastre medioambiental en el mediano plazo. La tan cacareada competitividad del discurso neoliberal es un chiste de mal gusto en una ciudad donde las personas invierten más de cuatro horas diarias de su energía productiva en desplazarse, costo que es absorbido de manera privada por las personas a través del consumo de combustible y de energía vital, sin mencionar el costo de oportunidad que supone la cantidad de horas de actividad productiva y de ocio perdidas por las personas, que son malgastadas en desplazarse por un entorno hostil e inseguro. Sin un contrapeso de Estado fuerte, que regule y norme el ordenamiento del territorio, la administración del desorden seguirá siendo la norma e identidad del próximo gobierno municipal.
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