Las declaraciones conjuntas de países para mejorar la salud no son nuevas. En 1978, la Declaración de Alma Ata definió como objetivo «Salud para todos en el año 2000» y propuso la Atención primaria de salud (APS) como estrategia para lograrlo. Los contextos políticos no permitieron que prosperara la APS en su idea integral original, y esta fue desplazada por una versión selectiva enfocada en la sobrevivencia infantil. El objetivo de Alma Ata no se cumplió.
Aunque Segeplán aún no presenta el informe final de cumplimiento, el tercer informe de avances sobre los ODM del 2010 ya advertía de las dificultades del país para alcanzar varias de las metas de salud. Algunas, como la reducción de la mortalidad materna y la desnutrición de niños, muy probablemente no se cumplirían. Los problemas de este gobierno para implementar el Pacto Hambre Cero y su Ventana de los Mil Días hacen suponer que son más los estancamientos y retrocesos que los avances.
A partir del próximo año entra en vigor la Agenda 2030 para el desarrollo sostenible, cuyos 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) orientarán en buena medida las políticas de los países del sistema de Naciones Unidas. El ODS 3 establece una nueva declaración de intención en salud: «Garantizar una vida sana y promover el bienestar para todos en todas las edades». Sus primeras metas dan continuidad a la salud materno-infantil y a enfermedades infecciosas, pero después se abren para atender adicciones, accidentes y enfermedades no transmisibles, de salud mental y por contaminación. Otras metas buscan la cobertura sanitaria universal, aumentar el financiamiento y el personal sanitario, facilitar el acceso a medicamentos y vacunas, el control del tabaco y la gestión de riesgos.
Se echa en falta la atención a la violencia, los determinantes sociales de la salud y la mención explícita de garantizar el derecho a la salud. No obstante, estas carencias se atenúan, pues la agenda se fundamenta en los derechos humanos, y los demás ODS tratan determinantes como la desigualdad y la pobreza, el agua y su saneamiento, la igualdad de género, el medio ambiente y la violencia.
Queda fuera, pero es una tarea para Guatemala el reconocimiento y la inclusión de los diversos saberes en salud. Tampoco están definidos el monitoreo y la evaluación de las metas, pero se espera que vayan más allá de los tradicionales indicadores materno-infantiles y que reflejen el espíritu de universalidad e integralidad del conjunto de ODS.
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Con una nueva agenda internacional ambiciosa y un nuevo gobierno, el 2016 abre oportunidades para mejorar el trabajo en salud, pero los desafíos siguen siendo mayúsculos. Ante un historial de grandes intenciones y esfuerzos, pero logros limitados, siguen los cuestionamientos: ¿qué hemos hecho mal?, ¿cómo logramos mejorar la salud en Guatemala?
Publicaciones anteriores y recientes, como El acceso universal a la salud: algunos elementos para la discusión, intentan dar respuesta a estas preguntas. Resaltan las debilidades del Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social (MSPAS) en su calidad de rector y regulador del sistema de salud y de principal prestador público de servicios. Aun cuando el país muestra una alta mortalidad por problemas cardiovasculares, diabetes, violencia y accidentes, el MSPAS subcontrata servicios focalizados para atender enfermedades carenciales e infecciosas de la niñez o de salud reproductiva de la mujer. Las carencias en lo público empujan a las familias a buscar atención privada, lo que genera altos gastos de bolsillo que las emprobrecen. Detrás de estos fenómenos están la denostación generalizada del Estado, el rol caritativo de las políticas sociales (como un favor a la población), la simplificación biologicista de la salud-enfermedad y las lógicas eficientistas de implementar solo intervenciones costo-efectivas.
Siempre le echamos la culpa a la falta de financiamiento y de recursos. Sí, las carencias son grandes, pero, para cumplir con los nuevos objetivos y metas en salud, el primer y mayor desafío está en transformar nuestro pensamiento sanitario. Ahora es el momento de comprender las dimensiones sociales de la salud, de cambiar nuestras ideas de mínimos y básicos, de asumirnos todos con derecho a la salud y la atención, de desprivatizar nuestra mentalidad y ver al Estado como garante de ese derecho, al que toca transparentar y fortalecer para hacer frente a la complejidad epidemiológica y trabajar no solo con las personas, sino también en las condiciones de vida de las comunidades y las familias.
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