Coloqué la foto en una de las redes sociales y se vino un aluvión de críticas, la mayoría en contra de tal actividad. Tres personas opinaron a favor. Una lo hizo en forma abusiva. Otra deliberó en forma respetuosa, pero aduciendo que se trataba de un marketing político vigente y aceptado. Y una tercera indicó que era una actividad «voluntaria, normal y divertida».
Enredos de todo tipo sobreabundaron en los argumentos del trío de marras, desde falacias ad hominem hasta aquellas por ignorancia de causa. En el entramado me llamó la atención la manera como una dama defendía a capa y espada que en tal actividad «había respeto a la dignidad humana». Mas los banners a cuestas, las personas escondiendo el rostro por vergüenza y una de ellas, mujer, tapándose la cabeza con algún objeto para protegerse del sol de mediodía indicaban lo contrario. Aquella escena nada tenía de digna. Menos para la señorita o señora con el cartelón sobre su espalda.
Como se me endilgó «no saber de publicidad ni de marketing político» consulté a una amiga que cuenta en su acervo académico con una maestría en marketing, proviene de una familia de políticos de pura cepa (de la buena) y tiene mucha experiencia en administración pública. Le pregunté si aquello podría catalogarse como marketing político. Cuando le enseñé las fotos, su respuesta fue una sonora carcajada. No argüí más.
Me remití entonces a tratadistas y encontré, entre otras definiciones, esta de Luis Costa Bonino: «El marketing político es un método para hacer buenas campañas. Sus componentes son la ciencia política, la sociología electoral y la comunicación». Me pregunté entonces: ¿dónde están la ciencia política y la sociología electoral en semejantes pancartas zampadas en la región dorsal de seres humanos?
Recordé a la sazón cómo una actividad igual me alejó de un restaurante que yo frecuentaba en Cobán. Me indignó ver a jovencitas y jovencitos anunciando en dorso y pecho el menú del día. Los colocaban a las horas de alta afluencia vehicular en una de las principales calles de la ciudad.
Asegurado ya de que mi rabia no estaba basada en una supina ignorancia acerca de marketing político ni en una trasnochada inopia con relación a la sana publicidad, reflexioné, a la luz de un prólogo escrito por don Pedro Casaldáliga, sobre la opresión y la injusticia que se han cebado en América Latina desde inicios del siglo XVI: la explotación del hombre por el hombre, la indignidad plantada a cuestas, la opresión que va más allá de la injusticia porque llega a niveles de escándalo y los atropellos contra los más pobres por parte de aquellos que estaban y están ansiosos de riqueza fácil. De tales cavilaciones deduje que ciertamente nos han hecho testigos avergonzados de tan abominables conductas, que nos anuncian que, si así son las vísperas, ¿cómo irán a ser las fiestas?
En el entretanto, una jovencita a quien le sobreabundaron las faltas de ortografía me llamó «ratón de biblioteca». No me enojó. Me provocó hilaridad. Supuse que su santo patrono era Titivillus. Se lo hice notar y para mi sorpresa aceptó la sana crítica. Solo con ello me di por satisfecho en cuanto a mi inusual incursión en las redes sociales.
De vuelta al tema toral, justo al comenzar el párrafo final de mi artículo me enteré del enorme desatino de los diputados en cuanto a no retirarle el derecho de antejuicio a Otto Pérez Molina, de su execrable amenaza de modificar la Ley Orgánica del Ministerio Público y de la estupidez en cuanto a un posible intento para limitar el apoyo de la Cicig al MP. Pensé entonces: «A estos sí les hace falta conocimiento de ciencia política y sociología electoral. Y sin darse cuenta se están metiendo con el pueblo pueblo en el callejón de los trancazos».
Ojalá sepamos mantener la cordura en los duros días que se nos vienen encima. Porque, si así son las vísperas, absolutamente seguro no permitiremos que lleguen las fiestas.
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