Estamos viviendo una crisis inédita en Guatemala, una crisis que pasa transversalmente por el sistema político, donde las demandas sociales se enfocan estos días en las reformas a la Ley Electoral y de Partidos Políticos (LEPP).
Simultáneamente contemplamos el tráfico de influencias, las tácticas dilatorias y la politización de la justicia. Contemplamos también las denuncias, los antejuicios, las capturas, la apertura de juicios y la esperanza colectiva de que la corrupción no vuelva a ser jamás la gran estructuradora del sistema político. De esa manera pasan los días y vemos aproximarse las elecciones, que para muchas personas no se presentan como una oportunidad, sino como algo inevitable y acaso oscuro.
Pero la vida continúa. La cotidianidad también está allí. La violencia y el alto costo de la vida continuarán agobiando a amplios sectores de la población. Del mismo modo, la irregularidad en las lluvias colocará a miles de familias en crisis alimentaria en poco tiempo, y en el Atlántico, en cualquier momento, podría formarse un huracán como Mitch (1998) o como el más reciente y mortífero Stan (2005).
Y si no le basta con lo anterior, recordemos que esta generación probablemente vivirá un gran terremoto, que causará mucho más daño que el de 1976.
Lo anterior viene al caso porque Richard Olson[1] y Rune Slettebak[2] estudiaron la relación entre la ocurrencia de desastres y el aparecimiento de violencia e inestabilidad política. Olson, particularmente, estableció la correlación entre eventos como el sismo de Managua (1972) y las condiciones posteriores que provocaron la caída del régimen somocista (1979). En contraste y como dato curioso, el sismo que afectó a Guatemala en 1976 generó una crisis similar, pero la población percibió el gobierno de Laugerud García de manera distinta y positiva.
Aparece entonces un dato muy interesante: las sociedades muestran diversos niveles de tolerancia a la corrupción y Guatemala es un ejemplo fehaciente. Pero en algún punto puede ocurrir una ruptura y, de nuevo, Guatemala es un buen ejemplo desde el 16 de abril de 2015.
Algo muy parecido puede ocurrir durante el período posterior a un desastre. Fue precisamente Olson quien estudió la tolerancia a la corrupción durante las crisis provocadas por desastres. Los resultados son ilustrativos toda vez que, durante las crisis humanitarias, la tolerancia de la gente a la corrupción se reduce dramáticamente. Y también, como ya se anotó arriba, aumentan las condiciones de inestabilidad.
De esa manera, una crisis existente puede abonarse con un evento que, aunque no afecte a todo el país, genere un impacto en la ciudad de Guatemala. Puede ser un terremoto, una tormenta tropical, un evento volcánico o una emergencia mayor que justifique un estado de calamidad y que abra la puerta a posponer el próximo evento electoral o una eventual segunda vuelta. Del mismo modo, una crisis de ese tipo ofrecería las condiciones perfectas para que la atención de la población se concentrara en aspectos humanitarios. En otras palabras, los ciacs[3], los partidos políticos con señalamientos de corrupción y hasta Efraín Ríos Montt podrían beneficiarse de un desastre.
En suma, recuerde que en un río revuelto puede ganar el pescador más grande. Y tenemos experiencias de crisis políticas anteriores en las cuales los resultados fueron nefastos. Dicho en otras palabras, un desastre puede abrir ventanas de oportunidad para la impunidad o para la justicia, y nuestras condiciones de vulnerabilidad garantizan que otro desastre ocurrirá. ¿Pronto? Espero que no.
[1] Olson, R. (2003). «Disasters as Critical Junctures? Managua, Nicaragua 1972 and Mexico City 1985». En: International Journal of Mass Emergencies and Disasters, vol. 21, n. 1. Miami, Florida, Estados Unidos.
[2] Slettebak, R. y Theisen, O. M. (2011). Disaster Dips? The Link between Natural Disasters and Violence in Indonesian Provinces, 1990-2003. Oslo, Noruega: International Peace Research Institute.
[3] Cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad.
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