Si este fuera un país democrático, con un sistema político realmente representativo y legítimo; si viviéramos en un Estado en el cual la ciudadanía realmente tuviera voz y voto a través de sus partidos políticos, no tendríamos necesidad de reformar ninguna ley. Pero Guatemala no es así: Guatemala se define como —y es resultado de— un Estado racista y excluyente que alberga un conjunto inmenso de dinámicas perversas, contrarias a cualquier principio de bien común, dignidad de la persona y aun soberanía.
No podemos pensar que las luchas políticas serán sencillas. Tampoco podemos suponer que los logros serán fáciles. El poder que se ha perpetuado en el país —esa amalgama de actores que incluye a la oligarquía y a las transnacionales y en la cual los políticos corruptos son pieza necesaria— no dejará de ser poder después de dos meses. Se adaptará aunque le caiga sal y se retuerza en los pasillos de las instituciones públicas, pero siempre habrá manera de que se salga con la suya. Esa adaptación, esa búsqueda de comodidad y estabilidad aun en la crisis política, debe ser rasgada, agrietada. Se debe continuar tirando la piedra contra el vidrio ya rajado.
En Guatemala, los pequeños pasos requieren esfuerzos de grandes cambios. Eso lo hemos aprendido estos días. Pero esos avances limitados son necesarios. Hoy no tenemos la propuesta de ley que nos merecemos, que muchos pensamos posible hace algunos meses, pero la del Tribunal Supremo Electoral (TSE), hoy también apoyada por la Plataforma Nacional para la Reforma del Estado con algunas ideas propias, es un medio para resquebrajar aún más el sistema de partidos políticos que tenemos hoy. No es la respuesta perfecta, pero contribuye a que vayamos caminando hacia un sistema más democrático de representación política.
Pienso en tres fortalezas de la reforma impulsada por el TSE. Pienso en la posibilidad de comités cívicos distritales para dar espacio de participación en la elección de diputados: posibilidad que, bien aprovechada por organizaciones y grupos democráticos y con el apoyo de la ciudadanía indignada de la plaza, puede contribuir a un Congreso de la República menos centrado en el negocio sucio y el interés personal. Por otro lado, pienso en la comisión permanente de modernización electoral a establecerse luego de cada proceso de elecciones, que debe evaluar este y, de ser necesario, proponer reformas (aquí vendrá de nuevo la lucha). El último aporte es convertir el voto nulo en una acción política válida y por lo tanto vinculante: si el 50% de los votos más uno son nulos, deberán repetirse las elecciones con nuevos candidatos. Guatemala podrá estar más cerca de decidir y de participar en su presente. No basta, pero es un buen inicio que nos costará obtener.
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