En este mismo ambiente, la discusión de pasillos giraba en torno a la entrevista que Antonio Solá (asesor de campañas presidenciales en América Latina y en Europa) había dado con relación a las posibilidades electorales de Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Esta entrevista, que puede verse aquí, generaba mucha conversa en razón de que precisamente fue Solá el creador de la campaña AMLO: un peligro para México en la elección presidencial de 2006. Pero ahora, para el antiguo enemigo, AMLO se ha transformado en un producto obviamente apetecible y, por derivación, en un candidato distinto que ha sabido, en apariencia, moderarse.
«El candidato equivale a una marca cuyas características deben potenciarse y contarse en historias que generen emociones (que luego puedan transformarse en votos y luego en curules)». Esta parece ser una constante en todos los foros de comunicación política, y en mayor grado son los mercadólogos (y menos los politólogos) los encargados de esta tarea. «Las ideologías no existen más», es otro nuevo dogma de los entornos relacionados con el mercadeo electoral. Otro: «Se construye desde la visión del elector, y no del candidato», de manera que cómo el elector entienda la posible oferta es la forma de hacer comestible una propuesta política. La ciencia política ha tenido una relación agria con el plano de la comunicación política (mercadeo político-electoral). Si no gusta el término ciencia política, no hay que hacerse bolas ni tener un debate sobre método científico. Perfectamente puede decirse que los estudios sobre administración pública y gobierno no muestran mucho respeto por aquellos que ofrecen vender propuestas políticas con las mismas herramientas con las que se vende jabón de baño.
Este parece ser ya un elemento casi estructural de las democracias contemporáneas. Excepto en los contextos de muy baja consolidación democrática (donde la receta pareciera ser guillotinar el gobierno y tomar el poder por la fuerza), casi todos los ámbitos de partidos políticos asumen la necesidad de requerir la comunicación política. La necesitan tanto un partido de derechas como los populares españoles, así como el PAN en México, tanto como el Partido del Trabajo (PT) mexicano como seguramente lo necesitará el Movimiento Semilla (y, quién sabe, tal vez Somos cuando se dé cuenta de que con noches de trova no se cambia el sistema). Si se trata de transformar la realidad, en el mundo real hay que competir, hay que moverse, hay que definir agenda y liderazgos, hay que pactar, consensuar, dialogar, buscar apoyos incluso donde no se comparten ortodoxias, estar dispuesto a ceder, mover gente, afiliar y, en esencia, trasladar un mensaje que pueda transformar emociones en curules. Para lograr lo anterior, la comunicación política es esencial. Y desde allí se debe crecer disciplinadamente como partido generando el mercadeo político que luego será la base del mercadeo electoral de la próxima elección.
Sí, la comunicación política es importantísima, pero se necesita que los especialistas de la ciencia política sean también tenidos en cuenta para evitar la actual dictadura de los mercadólogos.
La comunicación política no deja ni debe dejar de contar historias, sobre todo si inspiran (vale la pena recordar aquí una de mis campañas preferidas, la del PSOE en 2007, titulada Vota con todas tus fuerzas, y la puesta musical Defender la alegría, con la que Rodríguez Zapatero cerró su mitin), pero, eso sí, el comunicador político debe ser muy consciente de las implicaciones que su comunicación va a generar. Las campañas de guerra (una forma elegante de decir campañas negras) no tienen cabida en la democracia si queremos preservarla como tal. ¿Generar emociones no controladas con base en información que no es verificable? La comunicación política no puede dar más pie a esto.
Creo que nadie puede negar el terrible impacto de esta forma irresponsable de comunicar. Eso fue México en la elección presidencial de 2006: un país polarizado al extremo sin necesidad alguna porque, si los politólogos (en lugar de simples mercadólogos y de otros técnicos) hubiesen aportado a la elaboración de la comunicación, perfectamente se habría desmentido el riesgo de AMLO. De ganar, en lugar de hacer de México una Venezuela, AMLO habría tenido un Congreso y un Senado federal completamente opuesto, ya que su partido no tenía bases territoriales aún. Sin mayoría de peso en el Parlamento, no hay un Chávez. Y en México, dado que cada estado es un país, si el Congreso estatal no es controlado por el partido oficial, al Gobierno federal se le hace difícil intervenirlo. El riesgo de AMLO habría sido un Ejecutivo limitado y maniatado por una oposición política intransigente. Pero, en aras de contar historias falsas y generar emociones irracionales, se sobredimensionó el riesgo de AMLO. Claro, detalles como estos no les interesan a los comunicadores políticos tradicionales, pero va siendo necesario darse cuenta de que presentar ideas, propuestas y opciones al electorado no es lo mismo que vender pasta de dientes y jabones de piel.
Además, en razón del altísimo número de políticos involucrados en corrupción en toda América Latina (no digamos en España, donde los del PP casi deberían tener los despachos en las cárceles), los comunicadores políticos debemos dejar de ser simples mercenarios, desapegados y fríos técnicos.
Hay altísimos compromisos morales, así como intelectuales, en la comunicación política.
Veremos pronto si México aprendió la lección.
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