En mi artículo Siempre hay una luz al final del túnel hice referencia al miedo como consecuencia de la ignorancia y a cómo en el momento en que lo escribí (13 de julio de 2020) estábamos igual que hace 500 años con la pandemia de peste bubónica e igual hace 100 con la de influenza: sin vacunas, sin antibióticos y sin viricidas.
Para dicha de la humanidad, un mes después (13 de agosto de 2020), fecha en que escribo este artículo, el futuro a corto plazo se ve prometedor en relación con la elaboración de vacunas y viricidas. En las épocas anteriores, las noticias de las pestes tardaban entre un mes y un año en ir de un país a otro o de un continente a otro. Ahora, en un lapso de un año tendremos el remedio a nuestro alcance. Ello significa que nunca como ahora los científicos habían marchado a un paso tan acelerado y certero. Por esas razones he dicho que esta pandemia se recordará como la peste que se venció por medio de las vacunas y los viricidas elaborados contra reloj, pero sin perjuicio de la bioética y la bioseguridad.
Desafortunadamente, la hiperconectividad (muy característica del siglo XXI), que nos permite la mensajería inmediata a través de los teléfonos, las redes sociales, Internet, etcétera, también da paso a las mentiras y a las falsedades que desconciertan y siembran desesperanza en las poblaciones. Y este entramado proviene casi siempre del miedo que sucede a la ignorancia y del aprovechamiento de los malos políticos y de los negociantes perversos. En medio quedan los pontificadores. Me refiero a personas que opinan sobre cualquier escenario sin haber leído ni un párrafo de aquello sobre lo cual juzgan.
En los países de tercer mundo, ahora como hace una y cinco centurias, los politiqueros se están aprovechando de la necesidad y de la angustia de las poblaciones para hacer de las suyas: préstamos millonarios que nunca cumplen su cometido, atraso en la elección de cortes, aprovechamiento para evadir la justicia y un sinfín de miserias humanas que terminan y terminarán hundiéndolos a ellos como sucedió con el final de la caballería medieval en la Europa del siglo XIV y con el catastrófico derrumbe del gobierno de Manuel Estrada Cabrera en la Guatemala de 1920.
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En los países de segundo y primer mundo ha comenzado la guerra por ser los primeros en producir las vacunas y los viricidas o para comercializar los tan ambicionados productos. De esas resultas, en lugar de apoyarse unos a otros, se ha dado paso a las descalificaciones. Muy particularmente, se ha arremetido en contra del tiempo. Me refiero a la velocidad con que se ha trabajado en algunos países para elaborar vacunas y viricidas. Olvida este tipo de críticos que la penicilina (a manera de ejemplo) se produjo masivamente durante la Segunda Guerra Mundial, luego de no más de 15 años de investigación previa. Y soslayan que ese bacteriostático es uno de los pocos que han resistido la prueba del tiempo. Conste que no son los científicos los que están peleando entre ellos. Insisto en que son los malos políticos los que, en lugar de estar al servicio de la ciencia, como lo demanda la ética política (más aún en un estado mundial de desastre), están tratando de aprovecharse de la investigación científica para sus retorcidos fines. Y de los negociantes de la salud ni debatamos porque ejemplos a granel tenemos en Guatemala.
De tal manera, para nosotros, habitantes de un país tercermundista, es conveniente que estemos prestos a separar las voces buenas de las malas, a diferenciar los enunciados científicos de las peroratas parlanchinas y, como lo he venido sugiriendo a lo largo de esta pandemia, a ejercitar la virtud del discernimiento para que las miserias humanas no hagan sucumbir nuestras esperanzas.
Estimados lectores, los viricidas y las vacunas para vencer esta pesadilla llamada covid-19 los tendremos (como humanidad) mucho más pronto que cualquier otro fármaco o preparación para generar inmunidad que recuerde la historia durante una epidemia. Es cuestión ahora de exigirles a nuestros Gobiernos que en su momento hagan lo suyo a fin de conseguir suficientes dosis.
Recordemos: «A distinguir me paro las voces de los ecos», decía Antonio Machado en su poema Retrato.
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