A veces dicha afirmación conlleva una posterior: indicar que los grupos divididos eran los k’iche’, los kaqchikel, los mam y los poqomam, entre otros. Esta misma reflexión es utilizada para fenómenos más recientes como el régimen finquero, la revolución de 1944 y la guerra del último tercio del siglo XX. ¿Realmente el criterio etnolingüístico —el idioma como identificación étnica— puede servir para explicar una entidad sociopolítica (un Estado, por ejemplo)?
La idea de que una nación = un idioma es, sobre todo, una idea moderna. Nace con el nacimiento de los Estados-nación modernos, es decir, a finales del siglo XVIII en Europa, donde con la conformación institucional de los Estados modernos surgió también la necesidad de construir una identidad nacional. Dicha identidad debía ser, ante todo, única para así garantizar la unidad estatal. No todos los Estados siguieron esa línea, pero sí se volvió una especie de ideal por alcanzar, como menciona muy atinadamente la lingüista mixe Yásnaya Aguilar Gil. En el caso de Latinoamérica, particularmente donde las poblaciones indígenas eran numerosas o mayoritarias, la prisa por implementar un Estado de idioma único fue mucho más pronunciada. Durante la Colonia, como menciona Sergio Romero en su estudio sobre el k’iche’, el uso de los idiomas mayas fue fundamental para la estructura burocrática de la Corona, pero paulatinamente se abandonó. Su uso se ha ido retomando con el advenimiento de las políticas multiculturales.
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El ideal de tener un idioma para cada entidad política es problemático tanto histórica como culturalmente. Es una artificialidad social. En realidad, compartir un idioma crea relaciones más estrechas entre diferentes sociedades, pero no siempre —ni necesariamente— ello implica conformar una unidad política ni tampoco desearla. Los pueblos mayas nunca han estado unificados políticamente por compartir un mismo idioma, aunque sí han tenido un idioma dominante dentro de sus entidades políticas. Un ejemplo de ello es el caso del winaq k’iche’ de Q’umarkaj, que estaba conformado por k’iche’, pero que posiblemente integraba gente mam, kaqchikel, sakapulteka y pipil. Otro ejemplo es el de un amaq’ independiente de este winaq, el de Rabinal, que también hablaba k’iche’, pero que constituía una entidad política diferente. El conflicto entre ambos aparece en el Rabinal Achi y el peso histórico es tal que la variación dialectal del k’iche’ de Rabinal pasó a convertirse en un idioma: el achi.
Entre los kaqchikel estaba el famoso winaq kaqchikel de Iximche’, pero existía un winaq kaqchikel rival: el Chajoma’/Aqajal. La Crónica xajil, o Memorial de Sololá, describe de forma dilatada la tensa relación entre ambos hasta que a principios del siglo XVI los Chajoma’/Aqajal fueron anexados a la fuerza por los de Iximche’. El caso q’eqchi’ es incluso más complicado: se trataba de varios grupos de amaq’ que, junto con otros de origen ch’ol o poqom(chi’), se aliaban o enemistaban según la conveniencia. Esa diversidad cultural y lingüística en la región es evidente para locales y extraños de la Verapaz hasta el día de hoy. No tener unidad política a través del lenguaje no evitó las relaciones cordiales, el intercambio y los conflictos, solo que estos se dieron a través de estrategias de relacionamiento un tanto diferentes a los (en su mayoría) homogéneos y estáticos modelos de la modernidad. El hecho de que hubiera un idioma dominante en cada entidad no significa que fuera el único, ya que, por regla histórica general, los pueblos mayas siempre han sido bastante cosmopolitas. Pero ese será el tema de una próxima columna.
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Posdata. Respecto a la columna anterior, «Pueblo de indios ricos», quisiera indicar que mencionar La patria del criollo, de Severo Martínez Peláez, como forma de zanjar el debate no es lo más adecuado. Después del libro icónico de Martínez Peláez, publicado hace 48 años, surgieron estudios específicos —nacionales y extranjeros— que ahondan con rigor y especificidad en ese y otros temas de las sociedades mayas de manera más certera que La patria del criollo.
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