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Dos mujeres pelean en el parque central capitalino por una bolsa de Maseca recién donada por el conductor de un vehículo. Simone Dalmasso

Una trifulca por una bolsa de Maseca: la crisis económica en 6 cuadras del Centro Histórico

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Una trifulca por una bolsa de Maseca: la crisis económica en 6 cuadras del Centro Histórico

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El recorrido de la crisis económica actual se puede sintetizar en las estampas observadas en el tramo de 6 cuadras que por la Sexta Avenida une la sede del Tribunal Supremo Electoral con el Parque Central de la zona 1 capitalina, ida y vuelta. En el lapso de tres horas, desde las 12:00 del mediodía hasta las 15:00 de la tarde, un abanico de rostros y vicisitudes personales enmarca la necesidad del sector más débil de la sociedad guatemalteca urbana. Desempleo, miseria, desesperación, pero, afortunadamente, también una muestra ejemplar de solidaridad entre la población, todo concentrado en una línea recta que, al momento, desnuda y ejemplifica la realidad del país.

El primer rostro es el de Roxana Vega, 26 años y un bebé de 8 meses colgado al pecho mientras ondea una bandera blanca frente a los carros que cruzan la avenida, frente a la sede del Tribunal Supremo Electoral. Roxana es madre de tres hijos y vive, junto con su esposo, en la colonia Lomas de Edén, zona 5. Antes de la pandemia del COVID19 sacaba venta de comida por las noches en las calles de la movida nocturna de la zona 10. Cerrados discotecas y locales varios, se quedó en casa, desempleada.

Peor le fue a su esposo, despedido en febrero de una maquila en Palín. Después de tres meses de no poder pagar el alquiler, el dueño de la casa que rentan amenazó con desalojarlos. El tiempo de su relato es suficiente para que dos carros paren frente a ella y, ventanilla a medias, unas manos canches ofrezcan algo de ficha o un billete de diez quetzales. Cara avergonzada, mirada alienada, Roxana sabe que no es el momento para sacar orgullo. Recibe la limosna y esboza una sonrisa de agradecimiento.

A dos cuadras de distancia, empieza a formarse una fila compuesta por indigentes, jóvenes, ancianos, vendedores ambulantes y familias enteras que acata la distancia de seguridad impuesta a pocos metros del café Rayuela. Rayuela es un foco conocido en la movida alternativa del Centro, y ahora se ha vuelto la meca para cientos de ciudadanos necesitados, que paran frente a la gran calavera amarilla puesta a la entrada del local para recibir una ración de alimento.

Es mediodía y los voluntarios inauguran el mismo ritual que se realiza desde el 7 de abril, sin pausa, ofreciendo un plato de comida a cualquiera que llegue a pedirlo. Empiezan las mujeres con niños, siguen los ancianos, terminan los adultos. Pero la fila no acaba: más bien, se pierde entre las cuadras que rodean el local, en un dédalo de creciente necesidad.

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Los casos de las madres solteras flanqueadas de hijos, empujando carruajes sobrecargados son incontables y se pierden en una fila dentro de la fila, el microcosmos más impactante dentro de ese inframundo de necesitados.

Vienen de todas las zonas de los alrededores. Conforme se difundió la noticia de la iniciativa solidaria del café, cada día aumenta la gente que acude a recibir un plato de comida.

También ha aumentado el volumen de donaciones que muchos particulares realizan en un constante ir y venir de carros, camionetillas y furgonetas que traen verduras, frutas, carnes y granos básicos. Veinticinco voluntarios trabajan incansablemente. Es tanta la labor que casi no hay espacio para las quejas en contra de la alcaldía auxiliar, que intentó bloquear sus actividades la semana pasada con la excusa de velar por el decoro del centro histórico, los intentos de políticos de lucirse con algunas donaciones o las torpes maniobras de la policía para facilitar el tránsito de las personas en una cuadra donde a duras penas se logra respirar a pesar de las normas de autoaislamiento que se deberían respetar…

Pasada la marea de aglomeración humana, y después de un extraño cierre de la cuadra siguiente, frente a la entrada de la Casa Presidencial, el parque central se ha vuelto uno de los símbolos del denominado movimiento de las Banderas Blancas. Frente a la entrada de la catedral metropolitana, un grupo de unas 15 o 20 personas espera con paciencia al primer carro que se pare, no por el tráfico frente al semáforo rojo, sino para traer ayuda alimentaria.

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Hilda Monroy observa el ondear de las banderas desde el colorido carrito de frutas y dulces que suele vender del otro lado de la avenida. Madre de cinco hijos, lleva una década viajando a la plaza central desde la colonia el Gallito, donde vive, sin nunca haber pensado en la oportunidad de registrarse en la Municipalidad como trabajadora informal. Sin haber sido tomada en cuenta, por el momento, entre los beneficiarios del apoyo económico público por la crisis actual, mira de reojo a los necesitados que se asoman a cualquier carro que aunque solo amague un improvisado estacionamiento, con la esperanza de que sea algún donante.

“Allí se ha formado una clica de solventeros que no dejan a nadie más recibir los alimentos", sostiene. "Se ha vuelto un negocio: reciben una gran cantidad de productos y la vuelven a vender ya que ni casa donde prepararlos tienen.” En realidad, nomás se para de verdad un carro, también ella se tira encima, junto con otros vendedores ambulantes que un segundo antes observaban al otro lado de la calle. Todos tratando de acaparar algo, en un frenético amontonarse de manos que se meten por las ventanillas de los sorprendidos y, a veces, asustados, conductores y pasajeros de los vehículos, poco preparados a esa caótica expresión de necesidad y agradecimiento.

Terminada la insólita “entrega”, es decir, después de que el conductor de turno, manos vacías arriba, declara no tener nada más que ofrecer, el grupo de hambrientos se disipa. Sin embargo, unos gritos rompen con la normal inercia de la dinámica.

Resulta que dos mujeres están jalándose el pelo en una tradicional pelea callejera por hacerse con una bolsa de Maseca, unos 7 quetzales de harina de maíz entero extremamente útil sobre todo en tiempos de crisis. Las dos mujeres son separadas antes de que llegue la policía. Todo vuelve a la “normalidad” después de unos minutos, después de que un carro de otros donantes se marche sin haber podido despachar la ayuda que traía tras dos intentos fallidos de los agentes de dirigir el asunto de forma ordenada. El hambre, supuesta o real, se siente en las calles y es mucho más descarnada que hace un mes, cuando frente a la catedral metropolitana sólo aparecían unas pocas personas necesitadas.

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El agente de la PNC, Diego Acabal, cara de adolescente imberbe, al lado de otro colega un pelín mayor que él, luce desanimado después de que las dos unidades móviles de sus colegas se han marchado: preferiría ser mandado a cualquier lugar menos conflictivo que el parque central, ya que ese tipo de trifulcas se están volviendo normales, en los últimos tiempos, a pesar de las recomendaciones que, en cadena nacional, el presidente de la nación lanzó el pasado domingo, prometiendo premios a cambio de que la población se portara bien esta última semana. Evidentemente, el hambre y la necesidad son motivaciones más convincentes que la necesidad del cariño presidencial.

Y un cuerpo vacío no responde milimétricamente a los manualas de urbanismo y buenas maneras…

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