El fruto de nuestro trabajo es también el fruto de nuestro tiempo y de nuestra vida. Hablo del trabajo que nos pagan y por el que es posible vivir, cada vez menos bien mientras este sistema económico que tenemos siga sin reconocer que lo importante de la fórmula de la riqueza es el trabajo humano y nada más.
Pero, dadas las circunstancias de las organizaciones y de los colectivos que en los últimos meses hemos mantenido los esfuerzos por articular demandas, por fortalecer espacios de participación, quisiera reflexionar en el trabajo político, es decir, en el trabajo que genera valor para nuevas formas de organización.
1. El trabajo político como herencia de lucha
Ciertamente el 2015 fue importante por un algo que muchos han definido bien: nos permitió organizarnos y recuperar espacios de reflexión, nos prestó demandas y una razón para participar de forma colectiva. Pero, si me alejo de ese momento, veo que el trabajo político lo aprendimos de varias fuentes. Por ejemplo, aprendimos que el trabajo político y la política que no busca botín fácil ni legitimar un orden establecido de privilegios se desarrolla con la firmeza y la convicción que nacen de la posibilidad de defender la vida misma, como lo diría alguien en La Puya. Asimismo, en estos meses hemos aprendido silenciosamente de hombres y mujeres que llevan muchos años luchando y en quienes nos reconocemos, a quienes les agradecemos la posibilidad del diálogo. Aprendemos sin el foco de los medios de comunicación y sin la algarabía de las banderitas de los sábados, como estos hombres y estas mujeres vienen haciéndolo desde hace tantos años.
2. El sentido (y no la paga) del trabajo político
¿Qué se gana con el trabajo político? La valentía de defender la dignidad, es decir, de reconocer, como diría Eduardo Valdés, que nos debemos al amor y a ser amados en todas nuestras relaciones, que la política debería ver en todos que no somos ni cifras ni animalitos de rebaño, sino vida con voz e historia. El sentido del trabajo político, si me preguntan a mí, es el amor a la vida concreta y en todas sus formas, ese amor emancipador y liberador que moviliza hasta la rabia contra lo injusto, contra la violencia, contra todo aquello que humilla y calla.
3. El quehacer del trabajo político
A partir de reconocer de dónde venimos (nuestra historia), los procesos que nos han hecho el país que somos y tener conciencia de ello (¡enojarse con la realidad!), reitero la organización con un sentido político centrado en la persona y en el cuidado de la vida —que pasa tajantemente por el cuidado de nuestra tierra— como razón de ser. Ese debe ser un trabajo organizativo que se atreva a pensar en el país. Mejor si es en colectivo, aprendiendo a escuchar otras voces, sin miedo al disenso. Pasa también por movilizar las conciencias indignadas que asuman problemas de raíz por transformar. Es un quehacer creativo, con los pies en la tierra. Apasionado y, sí, que se lo toma personal. Es un trabajo cansado.
Por eso pienso que el trabajo que no es reconocido debe serlo como algo esencial a valorar a la hora de hablar de la tan importante economía nacional, que esfuma rostros y condiciones de vida concretos. Esa relación tan cruel que vivimos en el país, que muestra que el 70 % de las ganancias va a las cuentas bancarias de una empresa y solo el 30% a las billeteras de miles de trabajadores, no puede sostenerse éticamente porque es responsabilidad directa de la pobreza y de la desigualdad de muchos. El trabajo político comprometido con la transformación tiene ese sentido: demostrar las lógicas que van en contra de la vida y de la dignidad, siempre recordando que la vida en común puede ser diferente a las sociedades injustas y neciamente ciegas al sufrimiento que se puede extirpar.
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