Hasta la Edad Media, el concepto de la privacidad era totalmente foráneo: se dormía en habitaciones comunales, los comedores eran para todos los habitantes del castillo y pocos gozaban de cuartos privados. Los mismos esposos, dentro de un castillo feudal, no dormían juntos, sino que cada uno atendía sus deberes por separado y ambos se juntaban cuando y donde podían. Las casas no tenían cuartos aparte, y podríamos seguir enumerando todas la ocasiones de compartir que tenían. Lo que ahora nos parece inconcebible antes era lo normal. Y ni hablemos de cómo vivíamos en tiempos nómadas: todos en la misma cueva, todos con las mismas ocupaciones. El concepto de individualidad es uno que va y viene, acentuado mucho ahora con la capacidad de encerrarnos a vivir a través de pantallas.
Es una cosa extraña, pues, cómo cada vez más hemos perdido las ocasiones de compartir experiencias en grupo. Si hablamos de tiempos antiguos, las cacerías de mamuts se hacían en conjunto y recolectar comestibles también. Hasta hace muy poco, experiencias semitribales como los eventos deportivos solo podían ser experimentados asistiendo al estadio y siendo parte de la gente que los viera.
Pero tal vez lo que más me llama la atención ahora es cómo ya ni siquiera compartimos nuestros entretenimientos. Soy de la generación que esperaba el estreno del último capítulo de la serie y lo comentaba al día siguiente en el trabajo. Suena muy trillado, pero ese momento de saber que había varias personas sintiendo lo mismo al mismo tiempo crea un lazo que sí nos hace tribu. Cada vez vamos teniendo menos de estas experiencias, y no sé si eso no nos está dejando un poco cortos en nuestras necesidades tribales. Es cierto que estamos conectados con muchos datos en común, pero miro pocas ocasiones de coincidencia lúdica. De nuevo, pareciera que solo los deportes que tienen poca gracia vistos de nuevo una vez que terminan y los conciertos van quedando como lugares de entretenimiento que exigen estar en un mismo lugar y en un mismo momento todos juntos.
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De ese tipo de vivencias, la última puede haber sido Game of Thrones. Pareciera que el resto del consumo del entretenimiento periódico ya no lo vamos a volver a realizar en esa escala masiva. Es frecuente que digamos que vemos las mismas series, pero no necesariamente al mismo tiempo, y eso no deja de quitarle un poco de apreciación comunal. El poder ver algo a mi propio ritmo me desfasa de lo que mi compañero esté haciendo, y tal vez perdemos algún punto en común de qué hablar.
La humanidad está hecha para ser un grupo, preferiblemente pequeño y conocido, de personas que tienen metas en común. En estos tiempos de asociación por indignación, cada vez coincidimos menos en las cosas que nos gustan y nos acercamos a la gente que comparte nuestra rabia contra el mundo. Los valores compartidos son un excelente pegamento, pero no solo de eso vivimos, y radicalizar la forma en la que vemos el mundo nos vacía de todo lo que nos hace disfrutar la vida. Si solo estamos buscando los extremos para pararnos allí, es más probable desbalancear el sube y baja de la sociedad y quedarnos tirados. Puede llegarnos el momento en que solo busquemos dónde odiamos todo y veamos que estamos solos porque hasta a los que odian lo que detestamos no los aguantamos mucho.
El mundo que recibimos a través de la pantalla en la que me están leyendo es reducido. En nuestro propio país no es un medidor veraz de la realidad que tiene la mayor parte de la gente, y se nos escapa a veces cuánto no conocemos de lo que viven los demás. Creo que vale la pena buscar esos espacios de coincidencia más banales para recordar que ser grupo no solo sirve para gritar juntos. No se trata de olvidar lo importante, sino de sobrellevarlo de mejor forma.
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