Se habla, con toda la razón, de un desbalance de poder en la sociedad en general. Voy a poner como ejemplo el hecho ilustrado por un hilo de una amiga que cuenta cómo una mujer vestida bonito es acosada por un hombre en carro que no estuvo contento con una negativa. La mujer tuvo miedo. El hombre no. Es simple. Esa emoción primaria indica quién tiene el poder en el intercambio de palabras, quién tiene la posibilidad de forzar y dañar al otro. Y va más allá de la fuerza física: es el sentimiento de derecho. Ese hombre se sintió con permiso de hacerle una propuesta no deseada a una total desconocida y no aceptó el rechazo inicial de esta. No se trata de atracción física. Ni tampoco de entablar una relación emocional con otro ser humano. Es un despliegue inconsciente de poder. Les aseguro que ese hombre nunca se cuestionó si había algo moralmente negativo en su actuar, pues tiene años haciéndolo sin que se le confronte con su actitud.
En su libro Acerca de la naturaleza humana (On Human Nature), E. O. Wilson, biólogo, hace un planteamiento muy interesante acerca del desarrollo humano visto a través del lente de la biología social: la especie humana evoluciona en dos planos, el biológico y el social. El primero es lento y su curso es complicado de cambiar, y el segundo es rápido y a veces choca contra el primero. Cuando eso sucede, los cambios que la sociedad quiere obligar en contra de, a veces, siglos de conductas se estancan y son imposibles de implementar de forma permanente. Así, vemos que hay movimientos fuertes que abogan por el retorno a los valores tradicionales sobre los que se fundaron las que llamamos sociedades modernas, que quieren negar los avances en tolerancia que hemos logrado en algunos estratos y niegan las evidentes deficiencias que tenemos en otros.
En el caso específico de la repartición del poder entre los hombres y las mujeres, hay demasiado que desmenuzar y, lamentablemente, muchas veces las posiciones se polarizan y se deja de escuchar la otra parte. Todos tenemos un punto de vista que debería integrarse a la discusión para tener un panorama más completo del problema que queremos resolver.
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Tengo dos hijos, un niño y una niña, y quisiera que ambos se sintieran igualmente cómodos con cosas normales como caminar por la calle. Que ambos fueran igual de cautelosos para hacerlo por lugares peligrosos y oscuros, pues tampoco quiero criar imprudentes. Que para los dos fuera igual de fácil acercarse a alguien que les parezca atractivo y entablar una conversación y que ambos tengan el respeto suficiente para aceptar una negativa. Que tanto él como ella sepan decir no con firmeza y alejarse de una situación que los incomoda sin sentir miedo de ser obligados a participar en algo que no quieren (incluye cualquier cosa de presión de grupo).
El problema del poder y de su conservación es que, cuando deja de ser legítimo, solo puede mantenerse por la fuerza y el miedo. Dos armas poderosas que van acorralando la parte débil de la ecuación hasta que, ya no teniendo nada que perder, lucha y rompe y destruye. Lamentablemente, algunas veces solo así se logran los cambios, pero estos no siempre logran el cometido inicial y se revierten a las actitudes que provocaron la violencia. Basta con pasarse viendo cómo los revolucionarios franceses terminaron guillotinándose entre sí hasta que solo quedó uno, que se declaró a sí mismo emperador.
Quisiera creer que el otro año podremos tener historias de mujeres que caminaron en falda corta por la calle y no fueron agredidas por extraños. De reducción de las cifras de violaciones y abusos contra niñas y adolescentes. De un mayor balance en la repartición del poder. Pero temo que va a regresar esta fecha y que volveremos a lo mismo hasta que el mundo arda y no estemos necesariamente mejor.
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