La dueña
Lo único que sabía cuando empecé este trabajo era que una casa había sido incendiada. Y no una cualquiera. Era la del patrón, la casa patronal de una finca cafetalera que se llamaba La Paz.
Sabía que debió haber sido una casa antigua, con paredes de caoba y techo de lámina, pintado de rojo borgoña. El mismo color del beneficio que estaba en la cima de la colina, detrás de ella. El mismo que el color de las cerezas de café que se cosechaban cada año en las montañas de los alrededores. Aunque no era tan grande como las casas de los patronos de las fincas vecinas, poseía un encanto especial, un “elegante” y “bonito” diseño, y una espectacular vista de la costa del Pacífico. Al subir al porche en un día despejado, se podía mirar por la puerta frontal a través de un pasillo hasta la sala principal y ver el azul brillante del distante océano en la ventana del fondo. El tiempo había cobrado su cuota: medio siglo de aguaceros habían ablandado las paredes exteriores; las polillas, colonizado las interiores. Sin embargo, la estructura aún soportaba. Para el patrón de ochenta años de edad y para su esposa, todavía era su hogar, el lugar en el que pensaban vivir el resto de sus días.
Sabía que fue justo después de la Navidad de 1983 cuando el fuego consumió la casa y que fue incendiada por un grupo guerrillero que se autodenominaba Organización del Pueblo en Armas, al que mi propio gobierno calificaba como una organización terrorista.
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Sabía todo esto porque conocí a una heredera de La Paz durante uno de esos encuentros fortuitos que delinean las encrucijadas por las que transcurre la vida. Fue en 1993. Recién había terminado la licenciatura cuando vine a Guatemala con lo que la gente de Harvard llama una “beca de viaje”, un apoyo económico para conocer el mundo y posiblemente hacer alguna buena obra en él. Pasé algunas semanas trabajando en un pueblo de indígenas mayas y empecé una investigación para escribir un artículo acerca de los esfuerzos y la lucha de estas comunidades a fin de recuperar sus tierras ancestrales. En una visita a la Ciudad de Guatemala, el amigo de un amigo me dio el número de teléfono de un profesor estadounidense que había publicado trabajos acerca de este país en la década de los cincuenta. Lo llamé una tarde para que pudiera orientarme en mi investigación, y sin siquiera dejar que terminara de presentarme, me invitó a cenar en su casa, ubicada en un barrio acomodado en las afueras de la ciudad.
Su esposa me recibió en la puerta. Al ver sus ojos avellanados, su pelo blanco como la nieve y su complexión delgada, y al escuchar su perfecto inglés, pensé que Betty Hannstein era también de Estados Unidos, la esposa de un académico que había acompañado a su marido a tierras extranjeras. Recién cuando comíamos el postre y compartíamos una segunda botella de vino, me desengañé. Yo decía algo acerca de la desigualdad entre la élite terrateniente de Guatemala y los trabajadores que generaban la riqueza, cuando ella aclaró su garganta y dijo:
—Debo confesarte que yo soy la dueña de una finca.
—¿Una finca? –no estaba seguro de a qué se refería.
—Una plantación de café. Entonces me contó que recientemente había heredado, junto con su hermana, La Paz, de su anciano padre, Walter Hannstein, quien la abandonó después de que la casa patronal fuera incendiada en los ochenta. A su parte la renombró como Oriflama, en tanto la porción de su hermana conservó el nombre original. Mientras hablaba, repasé mentalmente la conversación de la velada, intentando recordar si alguno de mis comentarios acerca de los dueños de fincas pudo haber ofendido a mi anfitriona. Durante una pausa en su conversación, le hice una pregunta, sin sospechar que iba a ser la primera de miles:
—¿Por qué fue incendiada la casa?
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La guerra en Guatemala fue uno de los conflictos más brutales del hemisferio durante el siglo veinte. Hacia finales de 1983, gobiernos militares aliados a Estados Unidos habían combatido durante ya dos décadas contra un movimiento guerrillero respaldado por Cuba. El incendio de la casa de los Hannstein fue sólo uno de los innumerables actos de destrucción en un conflicto cuya historia, en la época en la que conocí a Betty Hannstein, una década después, permanecía sin ser escrito ni documentado.
El ejército ocupó La Paz, me contó, porque sospechaba que sus dueños colaboraban con la guerrilla. Una absurda sospecha, dado lo mucho que sus padres aborrecían las ideas “comunistas” de los guerrilleros. La verdad “era” que ellos nunca fueron el objetivo de la violencia de la guerrilla. De hecho, cuando en una oportunidad un pequeño grupo de guerrilleros se presentó en La Paz, los Hannstein quedaron sorprendidos, incluso conmovidos, por el respetuoso comportamiento de sus huéspedes no invitados. Cuando la madre de Betty le ofreció al grupo café y galletas, una jovencita combatiente, indígena, dejó a un lado su metralleta y educadamente insistió en ser ella misma quien sirviera. Antes de retirarse, la misma joven guerrillera gentilmente dio unas palmadas al padre de Betty en la rodilla y le dijo: “No se asuste, patroncito. Vamos a construir la nueva patria juntos”.
Aparentemente el ejército se enteró de que la guerrilla no había molestado a los Hannstein. Por eso, en los siguientes meses, decidieron molestarlos ellos mismos. La tropa ocupó la finca, transformándola provisionalmente en una base militar. Construyeron puestos de vigilancia y cavaron trincheras en donde lo consideraron necesario. Hasta hicieron una excavación que atravesaba el jardín, frente a la casa. Los Hannstein no estaban a gusto con la intromisión, pero nada podían hacer para evitarlo. Cuando empezaron los disparos, me contó Betty, la pareja se sentó en la sala a ver volar los balazos. No se asustaban fácilmente, me dijo riendo, nunca lo hacían.
Más adelante llegó una nota a la finca: “Sufrimos grandes pérdidas debido a su colaboración con el ejército. Cuando se vayan los soldados, les vamos a quemar la casa”.
Y así fue. Menos de dos semanas después de que el ejército se retirara, la guerrilla llegó a cumplir su amenaza. Los Hannstein ya no estaban, pues no se quedaron a comprobar si en verdad los guerrilleros iban a regresar. Tiempo después fueron informados por el administrador de la finca de lo sucedido ese día. El primer intento de incendiar la casa había fracasado, les contó. Un grupo de trabajadoras le pidió a la guerrilla no dañar La Paz: la finca era su única fuente de trabajo y el patrón era un buen hombre, debían dejarlo en paz. Al principio, los guerrilleros ignoraron los ruegos, pero las súplicas de las mujeres fueron tan insistentes que los combatientes desistieron y se fueron.
Dos semanas después, regresaron. Esta vez vinieron fuertemente armados y se dirigieron directamente a la casa, rompieron el armario de licores del patrón y repartieron la bebida entre los hombres que trabajaban en el beneficio. “Todo lo que está en la casa les pertenece”, anunciaron. Los trabajadores ya estaban calmados debido al efecto del alcohol. “Esto fue comprado con el sudor de su frente. ¡Llévenselo!”. La gente saqueó 10 la vivienda. Se llevaron ollas y sartenes y otros utensilios, todo con lo que pudieron cargar. Cuando los armarios estuvieron vacíos, empezó el fuego.
Al enterarse el padre de Betty de la noticia, juró nunca regresar a La Paz. No quiso ver su hogar reducido a cenizas.
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Mientras Betty relataba lo del incendio, reflexioné acerca de las palabras que escogió: “Debo confesarte que yo soy la dueña de una finca”. No percibí ninguna culpa en esa confesión, sólo la misma reserva que ya había advertido en su voz cuando discutíamos sobre la política en Guatemala, durante la cena. ¿Por qué la reserva? Supuse que podría ser un signo de timidez.
Supuse mal. Betty era una mujer que a los veinte años aprendió a volar aviones y a los sesenta a administrar una finca de café. Entre esas edades, se las arregló para mantener unida a una familia que incluía a un abuelo, acérrimo anticomunista, a una hija intelectual de izquierda, y a un esposo denunciado como agente de la cia por los izquierdistas guatemaltecos y en la “lista negra” de la derecha. Betty Hannstein había logrado mantener su hogar en medio de la línea de fuego, en un país en guerra, y construido su propia vida en el constante ir y venir entre dos mundos distintos: Estados Unidos, país en el que era una demócrata liberal, y Guatemala, donde pertenecía a una amenazada élite económica y racial.
Si mostraba cierta reserva al hablar, no era porque dudara de sí misma, sino porque sabía que estaba pisando un terreno sumamente delicado donde todo tenía una fuerte implicación política. La “confesión” de esa tarde fue, pienso, una táctica para matizar la revelación de quién era ella. Algo así como una concesión: reconoció que sí había razones por las cuales criticar a los terratenientes guatemaltecos, a fin de evitar que su propia opinión fuera descalificada. Estaba dispuesta a discutir acerca del mundo que había heredado con esa finca y me invitaba a mí a hacerlo.
¿Por qué? La respuesta que dio a los amigos terratenientes que cuestionaron su decisión era simple: ella no tenía nada que ocultar.
Silencio en la montaña se presentará el 25 de agosto de 2016 a partir de las 19:00 horas en Librería Sophos, Plaza Fontabella.
Plaza Pública reproduce este capítulo con la autorización de F&G Editores.