Razones para que me califiquen así hay de sobra. El desbarajuste que estamos viviendo a nivel planetario a causa de la pésima gestión de los Gobiernos para hacer frente a la peste es más que suficiente para apachurrar cualquier primordio de confianza en la dirigencia política mundial.
Pero las razones que yo tengo para pregonar la esperanza en relación con las soluciones —que, a mi juicio, están más cerca de lo que la mayoría cree— no están fundamentadas en la sosa labia de nuestros gobernantes. En vía contraria, están basadas en la objetividad científica que está signando al siglo XXI.
Para mejor entender ese rasgo distintivo del presente siglo es preciso analizar ciertas características de la epidemia actual y el comportamiento final de las pandemias más agresivas que sufrimos como humanidad durante el siglo XX.
La primera fue la mal llamada gripe española (1918-1920). La provocó el virus de la gripe A del subtipo H1N1 y fue muy letal. Se calcula que murieron unos 50 millones de personas en todo el mundo. Su impacto fue de tal magnitud para la ciencia que aún se la está estudiando. No hubo vacunas ni antivirales para paliarla, menos para extinguirla. Se cree que el virus perdió letalidad por el año 1920 y que esa pérdida de letalidad salvó a la humanidad de consecuencias más funestas.
La segunda fue la gripe asiática (1957-1958). La provocó el virus A H2N2. Su letalidad fue muy baja y dejó alrededor de unos dos millones de fallecidos alrededor del mundo. En esta ocasión, la fabricación de una vacuna y el uso de antibióticos que no existían entre 1918 y 1920 combatieron eficazmente el virus y las infecciones bacterianas secundarias. La acometida de la ciencia fue de tal magnitud que desde 1968 no se la incluye entre las vacunas contra la gripe.
La tercera fue la gripe de Hong Kong (1968). Su causante fue el virus de la gripe H3N2, un virus muy parecido al que provocó la pandemia de 1918. Fue muy contagiosa y aún sigue activa, pero forma parte ya de las gripes estacionales. Se tuvo la dicha de que en 1969 se logró la vacuna para combatirla.
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Y la última pandemia que nos llegó hasta Cobán (saltándonos la epidemia del virus MERS-CoV, la del coronavirus SARS-CoV y otras como la epidemia del ébola, que afortunadamente no llegaron a estas latitudes) fue la de una variante del influenzavirus A (subtipo H1N1) conocida como gripe porcina (2009). Fue la primera del siglo XXI. Se calcula que esta pandemia provocó la muerte de entre 150,000 y 500,000 personas. Cabe decir que en esta ocasión la vacuna estuvo lista en tiempo récord, en un lapso de un año desde el aparecimiento del virus. También se contó con un profármaco antiviral específico. Me refiero al Oseltamivir.
Así los hechos, si comparamos el febril trabajo que están llevando a cabo los científicos (para lograr uno o más antivirales y conseguir más de seis vacunas en contra del virus del SARS-CoV-2) con relación al trabajo desplegado durante las pandemias sucedidas en el siglo XX e inicios del XXI, podemos colegir que las soluciones las tenemos a la vuelta de la esquina. La tecnología y los productos tecnológicos están hoy años luz más adelante que hace una década porque, insisto, la huella de los avances científicos ha signado los últimos años.
Y mientras los científicos trabajan para nuestro beneficio (hablo como un ser humano que habita esta casa común llamada planeta Tierra), los destinatarios de ese beneficio —ciudadanos del mundo— debemos exigir a quienes nos gobiernan un tipo de liderazgo más acertado, que gestione los tratamientos (antivirales y vacunas) a corto plazo y para todos sin distinción. Esas gestiones deben realizarse desde ya y no se debe esperar a que los productos estén elaborados.
Hasta entonces no bajemos la guardia con relación al distanciamiento físico, el uso correcto de las mascarillas y el lavado de manos. Los riesgos son muy altos, pero las soluciones están a la vuelta de la esquina. En orden a ello, aunque parezca una infantil inocentada (que no lo es): ¡no perdamos la esperanza!
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