El último de estos episodios –alimentado por las preocupaciones con respecto a una burbuja inmobiliaria y al excesivo endeudamiento privado- logró incluso la adhesión de Paul Krugman.
Por supuesto, quienes han hecho eco de estas modas han estado equivocados y tal parece que esta vez no será diferente. De cierta forma, es algo normal. A fin de cuentas, los economistas en buena medida nos ganamos el sustento prediciendo el futuro y, si la teoría de la caminata aleatoria es correcta, la mitad de las veces estaremos equivocados. Sin embargo, en el caso de China me parece que se trata de algo más que eso.
Dado que China se ha vuelto una máquina de masacrar las apuestas en su contra, bien vale la pena preguntarse si los economistas occidentales no sufrimos aquí de un pesimismo estructural, como si en el fondo no tanto dudásemos del sistema chino cuanto deseásemos que no tenga éxito.
Y es que a un occidental –de la ideología o tradición filosófica que sea- razones le sobran para no enamorarse de la China ni de su sistema. Este híbrido entre capitalismo y socialismo es un dragón consagrado en cuerpo y alma al objetivo supremo que es el desarrollo económico de la nación y, en este sentido, tiene algo que todas las tradiciones occidentales –desde el liberalismo hasta el ambientalismo- pueden encontrar aborrecible; ello sumado, desde luego, a los intereses antagónicos que en la dinámica comercial de bloques nos enfrentan a Occidente con el gigante asiático.
Pero ideologías e intereses comerciales aparte, un logro que no puede regateársele a China es haber conseguido un balance casi perfecto entre planificación central y descentralización. En la China moderna, el Comité Central –a través de los Planes de Cinco Años- se ocupa de aquello que puede hacer mejor -establecer un norte estratégico para el desarrollo- mientras que las fuerzas descentralizadas del mercado controlan los detalles de su ejecución.
Este balance permite evitar dos excesos. El primero es el que la misma China vivió con los errores de la época de Mao, errores que –como emplear masivamente campesinos en labores industriales- habrían servido de ejemplos casi cómicos para Hayek en “El Uso del Conocimiento en la Sociedad”. El segundo es el que supo evitar y que aqueja más frecuentemente a sociedades occidentales como la nuestra: la falta de propósito colectivo.
Son conocidos los costos del fracaso de las políticas colectivistas, pero ¿son acaso igual de conocidos los costos de abandonar una sociedad a su suerte?
En Guatemala, con nuestra tradicional fragmentación y desconfianza hacia la tiranía que un grupo podría ejercer sobre otro, hemos venido postergando todas las decisiones importantes como nación y no iba ser menos en política económica. La falta de acuerdos sobre ella, es decir, sobre qué le vamos a vender al mundo y qué nos vamos a vender entre nosotros, ha dado lugar a un laissez-faire caricaturesco, cuyo mejor símbolo son los vendedores informales. Pero este sistema lejos de traernos los beneficios de libro de texto de la descentralización, lo que nos ha traído es estancamiento económico y una incapacidad para coordinarnos y construir sobre los esfuerzos de otros, y por esta razón no es apoyado ni siquiera por los partidarios del libre mercado.
Contar con una planificación económica estratégica –saber hacia dónde vamos- permitiría agregar los esfuerzos que se hacen en educación –formando profesionales especializados en campos en donde efectivamente serán útiles-, en infraestructura –construyendo puentes y carreteras en áreas donde efectivamente se requerirán-, en política social, cultural, entre tantas otras áreas. Su ausencia, en cambio, da lugar a un perenne desperdicio de recursos, como el que tan bien describía Carmen Ortiz hace dos semanas. Aquí sabemos tan poco sobre el futuro que preferimos no jugárnosla con una carrera especializada y apostamos por Derecho o Administración de Empresas. El resultado: en 2009 nuestro ingreso por habitante era apenas unos puntos superior al de 1979 y mientras en 1970 un guatemalteco promedio tenía un ingreso de casi un 75% de lo que ganaba un costarricense, ahora gana menos de la mitad.
¿Existe una salida? Por supuesto que sí, pero ello implica lograr un acuerdo amplio y ejecutable sobre las opciones realistas de política económica que hay. Y éstas me parece que en cuanto a definir el motor de crecimiento nacional se limitan a estas cuatro, cuyas fortalezas y debilidades, partidarios y opositores, trataré de describir la próxima quincena.
- Minerías e hidroeléctricas
- Ecoturismo
- Economía campesina
- Ser “la fábrica de Latinoamérica” y Call-centers
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