En mis artículos he repetido hasta la saciedad que una pandemia extracta, desde los estados profundamente interiores del ser humano, lo mejor y lo peor de cada persona. Desde la compasión como lenguaje de Dios hasta energías que pueden ponerse al servicio de los necesitados, en el mejor de los casos. En el lado opuesto se evidencia, en pocas palabras o con pocas acciones, la miseria humana. Prevalecerá lo mejor en las personas de bien y lo peor en aquellas que piensan y actúan en orden a la perversidad.
El 20 de abril de 2007, la Conferencia Episcopal de Guatemala previno acerca de la cultura de la muerte y de la violencia contra la vida humana que había sentado reales en nuestro país. En una carta pastoral llamada La gloria de Dios es la vida del hombre, en el numeral 1, los obispos explicitaron: «El valor de la vida humana ha sido reconocido y defendido ardientemente por la Iglesia desde los primeros años del cristianismo. Hace cerca de 2,000 años, San Ireneo, uno de los padres de la Iglesia, escribió: “La gloria de Dios es la vida del hombre” (Adv., haer. IV, 20, 7). Y llegaba a esta conclusión después de reflexionar que la vida humana es como una participación de la vida de Dios, que por amor ha querido compartir con el ser humano». Y luego, en el numeral 2, se denunciaba con mucha contundencia: «La cultura de la muerte en la que estamos hundidos los guatemaltecos, desde hace ya mucho tiempo, es una forma pecaminosa de negarle a Dios la gloria que Él merece. Nos sentimos por eso urgidos a invitar a nuestros fieles católicos y a todas las personas de buena voluntad a una reflexión profunda sobre el valor de la vida humana y así enfrentar unidos uno de los desafíos más graves del siglo XXI».
El momento era oportuno. Guatemala ocupaba el primer lugar en desnutrición crónica a nivel latinoamericano y el sexto a nivel mundial, siguiendo muy de cerca a Nepal y a Etiopía. La violencia se había enseñoreado en nuestro territorio y estaba siendo aceptada por las poblaciones como algo que acontecía y seguiría ocurriendo irremediablemente.
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Nadie imaginaba entonces que 13 años después sufriríamos la peor pandemia de la historia conocida, la más terrible no tanto por la tasa de letalidad del virus, sino por su velocidad de propagación y porque, no obstante el arduo trabajo de los científicos a nivel mundial, aún se desconoce mucho del virus SARS-CoV-2. Pero también la peor a causa del comportamiento humano, particularmente de gobernantes y gobernados.
Veamos las razones.
A nivel de los primeros, ya lo dije en mi artículo Cuando se resquebraja la ficción: «Por partida triple ha sido el fracaso de los gobernantes latinoamericanos ante la acometida de la pandemia de SARS-CoV-2 (severe acute respiratory syndrome coronavirus 2). Con excepciones muy contadas, el desacierto de unos y otros ha sido descomunal».
Y a nivel de los gobernados, pareciera que ya nada interesa con relación a la pandemia. Se soslaya que, similar a los espantosos momentos de la guerra civil que nos azotó entre 1960 y 1996, no hay una sola familia en Guatemala que no haya sido acometida por la peste ya a través de un familiar o de un amigo. Mas ello parece no importar, y hasta las mascarillas y el distanciamiento físico se están suprimiendo en el diario quehacer.
Algo más de las dos categorías.
A nivel de gobernantes, ofende a la dignidad de la vida humana el aprovechamiento de la crisis para propósitos oscuros y aciagos. A nivel de gobernados, insulta al decoro la indiferencia que se está asumiendo ante la realidad de cientos de personas que se contagian o fallecen diariamente.
Deviene entonces una pregunta crucial: ¿a qué puede atribuirse ese terrible fenómeno que empuja a saber de los fallecidos o a ver el paso de los cadáveres hacia los camposantos como un lúgubre entretenimiento?
La respuesta apunta hacia la normalización de la muerte.
A manera de incipiente solución: a falta de acciones certeras por parte de nuestros gobernantes, debemos empezar a proteger la vida desde nuestro entorno familiar. No olvidemos que la familia es la base de la sociedad. De tal manera, repitamos y encarnemos constantemente: ¡no a la normalización de la muerte!, ¡sí al resguardo de la vida!
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