Dos generaciones de centroamericanos han visto pulverizarse el anhelo democrático y el supuesto beneficio en términos de bienestar común que este traería. Cada nueva administración es corroída por los intereses mezquinos de sus élites, plegadas a una economía global desigual, de la cual el narcotráfico es un billonario componente.
Los conflictos armados desencadenados por las dictaduras militares acabaron, pero la fragilidad de sus sociedades y la falta de políticas coherentes para construir regímenes fuertes y solventes que salden las heridas y fracturas de las guerras dieron lugar a otro tipo de conflictividad social, el cual sigue expulsando a sus ciudadanos, cada vez más desesperados por la falta de trabajo, la precariedad socioambiental y la violencia, razones por las cuales emigran de sus empobrecidas comunidades. Y si aquellos conflictos respondían a una absurda lucha anticomunista, hoy la corrupción y el saqueo de las arcas nacionales no conocen bandera ideológica.
Los artífices de aquellos nuevos sistemas democráticos en Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua, calcados de otros regímenes con instituciones más fuertes y de larga data, pensaron que sus élites económicas sabían mejor que sus ciudadanos cómo armar el andamiaje de regímenes democráticos. Pensaron en cómo regir y regular procesos electorales, legislativos y judiciales, pero sin tomar en cuenta que la estructura institucional y el tejido social se encontraban sumamente frágiles frente a políticas neoliberales que no fueron capaces de sustentar el proyecto democrático en tiempos de paz, por lo que ensancharon las brechas sociales.
Guatemala podría haber sido el experimento más exitoso en términos de reconstrucción de la paz social con una serie de acuerdos integrales que, de haberse implementado por medio de políticas públicas sostenidas, habrían marcado la diferencia en la región. De igual manera, Nicaragua era especial en el imaginario del istmo: una revolución daba nacimiento a un nuevo régimen de mayor paridad social y la alternancia del poder auguraba quizá un nuevo modelo en la región. Hoy sabemos que en Nicaragua se acaba de legitimar una dictadura y que El Salvador sigue los mismos pasos. Y es un secreto a voces que tanto Honduras como Guatemala consolidan poco a poco sus narco-Estados con completa impunidad.
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En Guatemala, la crisis de gobernabilidad se ha acrecentado en medio de una pandemia mal gestionada, con lo cual se evidencia no solo la corrupción detrás de su pobre manejo, sino también el creciente hostigamiento contra activistas, defensores de derechos humanos, la prensa y opositores a proyectos mineros, lo que acrecienta la conflictividad.
Los patojitos de la clase media urbana que crecimos a finales de la dictadura militar y el inicio de la democracia que finalmente puso fin a la guerra interna pensábamos que la nuestra era la generación sándwich. Éramos la generación bisagra entre la de nuestros padres, rehenes de la dictadura y de la guerra, y la de nuestros hijos, en la que proyectábamos sueños y realizaciones con el advenimiento de una nueva era democrática.
La democracia, nos recordaba un conocido politólogo, no es un destino, sino un trayecto. Sin embargo, no nos imaginábamos que aquel trayecto se convertiría en una odisea y en una quimera. El norte de Centroamérica y Nicaragua involucionan. Y, más allá de demarcar sus intereses nacionales y estratégicos, Estados Unidos, ora con garrote, ora con zanahoria, sigue careciendo de una política centroamericana consistente en inversiones robustas que atajen los problemas de raíz.
En esa dinámica de la zanahoria y el garrote, la administración Biden decidió excluir a los cuatro países centroamericanos de la Cumbre por la Democracia, que se realizará el próximo mes. Los principales temas que se abordarán son estrategias contra la corrupción, la defensa contra el autoritarismo y la promoción de los derechos humanos.
El vecino del norte, a pesar de que también se ha ocupado en cercenar democracias en la región, hoy necesita unir fuerzas a nivel internacional para hacerle frente a la amenaza de autoritarismo y de violencia política de la extrema derecha que también se cierne dentro de su sociedad. Así pues, casi cuatro décadas después, Guatemala y sus vecinos lucen cada vez más como parias que como líderes y socios en esta cruzada por la democracia y la paz.
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