Aunque la legalización de los matrimonios homosexuales es algo reciente, la homosexualidad no es nueva en la historia. No hay sexualidad «normal». El apareamiento macho-hembra de la especie humana, para dejar descendencia, sucede a veces. Pero las relaciones amorosas que unen los géneros no tienen como fin último «normal» la búsqueda de establecer nuevas crías; ahí están los dispositivos de contracepción. La sexualidad da para todo: la genitalidad es parte, no la agota.
Si el actual matrimonio «normal» –heterosexual y monogámico– es una institución en crisis que lenta, pero inexorablemente muestra una tendencia o a su desaparición, o al menos a su transformación radical, ¿por qué las y los homosexuales lo buscan tan afanosamente? ¿Qué se espera de un matrimonio? Lo que está claro con este paso legislativo de la oficialización de las alianzas homosexuales es que las sociedades van mostrando, no sin dificultades ni tropiezos, una mayor cuota de tolerancia, de respeto a la diversidad.
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Algo que surge inmediatamente es el tema de las adopciones de hijos por parte de estos nuevos matrimonios. Que la homosexualidad, o la bisexualidad de varones y mujeres, están presentes en la historia de todas las culturas, es un hecho incontrastable. De todos modos, hasta ahora al menos, la edificación cultural se ha hecho siempre sobre la base de la célula familiar –mono o poligámica, casi siempre patriarcal– con la presencia de los progenitores identificados con uno de dos géneros: masculino y femenino. ¿Qué pasa si eso cambia? Hoy asistimos a una proliferación de identidades sexuales (LGTBIQ+) que abre interrogantes.
Siendo rigurosos, no podemos afirmar categóricamente qué deparará este nuevo modelo de familia homosexual. Quitando los epítetos más viscerales, que no son sino expresión de ancestrales prejuicios («anormal», «degenerado», «vamos hacia la desintegración familiar y social»), lo mínimo que habría que pedir es rigor científico para abrir juicios.
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Las ciencias sociales (psicología, sociología, semiótica) nos hablan de la constitución del sujeto humano a partir de lo que se puede encontrar ahora y del estudio de la historia. Pero es un tanto aventurado hacer hipótesis de futuro sin bases ciertas. Quedarse con valoraciones éticas que estigmatizan a priori esos nuevos seres humanos criados en estos nuevos contextos, es discutible.
¿Qué hubiera opinado un pedagogo del siglo XIX si se le decía que la principal fuente de socialización y transmisión de valores del siglo siguiente no iba a ser un ser humano sino una máquina, un aparato que emite sonidos y que reproduce imágenes y que no falta en casi ningún hogar, rico o pobre? Probablemente hubiera reaccionado escandalizado. ¿Cómo reaccionaríamos ahora si nos dijeran que las tres cuartas partes de los futuros seres humanos serán producto de inseminación artificial, y el otro cuarto, producto de clonaciones? ¿Y si nos dijeran que dentro de varias generaciones sería muy raro que la población quisiera tener más de un hijo por pareja, que muchas parejas incluso optarían por no dejar descendencia, y que ya nadie se casaría, sino que conviviría unos años en unión libre? ¿Y qué pensaríamos si nos dicen que el sexo cibernético, individual y sin la contraparte de carne y hueso, va tomando cada vez más preeminencia? Esto se asemeja más al escenario actual que, para muchos, inquieta. ¿Descalificaríamos de antemano a esa sociedad porque no es como la nuestra actual? ¿La tildaríamos de «anormal»?
En todo caso, para ser rigurosos en lo que se plantea y no hablar sólo desde la mediocre cotidianeidad prejuiciosa y superficial (eso es la normalidad, en definitiva), ¿qué elementos reales tenemos para afirmar que los niños de matrimonios homosexuales serían «anormales»?
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