Latinoamérica sigue siendo una zona estratégica para la geopolítica de Washington. Las 74 bases militares que tiene instaladas en nuestros países permiten verlo con claridad. El petróleo, los minerales estratégicos, el agua dulce y la biodiversidad de las selvas tropicales que atesoran estas tierras son un botín muy preciado por la clase dominante de Estados Unidos. Aleccionadora al respecto es la frase de James Paul: «Así como los gobiernos de los Estados Unidos […] necesitan las empresas petroleras para garantizar el combustible necesario para su capacidad de guerra global, las compañías petroleras necesitan de sus gobiernos y de su poder militar para asegurar el control de yacimientos de petróleo en todo el mundo y las rutas de transporte».
Por otro lado, los tratados de libre comercio (¿libre para quién?) obligan a las naciones latinoamericanas a consumir productos tecnológicos provenientes del Norte, enviar desde aquí materias primas baratas y asegurar mano de obra muy precarizada para inversiones en la región (no otra cosa son las maquilas y los call centers).
¿Por qué cambiaría todo eso con un nuevo presidente en la Casas Blanca? Obviamente no va a cambiar, pero además hay un panorama general que hace ver elementos peligrosos, preocupantes. Algunos analistas, incluso, hablan de un «neonazismo» en marcha.
En estos momentos hay más incógnitas que certezas respecto a qué será el gobierno de Donald Trump. De todos modos, ya existen indicios suficientes para ver por dónde apuntará. Por lo pronto llega a la presidencia contrariando pronósticos: la candidata oficial del complejo militar-industrial y de la gran banca estadounidense era Hillary Clinton. Su derrota sorprendió. ¿Por qué ganó Trump? Porque supo levantar un discurso populista que emocionó a la clase trabajadora y a los sectores medios empobrecidos.
Si bien Estados Unidos está lejos de encontrarse en bancarrota, no es la superpotencia posterior a la Segunda Guerra Mundial, cuando aportaba el 52 % del producto bruto mundial. Hoy en día su capacidad ha disminuido considerablemente: su participación en la producción global es de 18 %, su moneda está en pugna con otras (el yuan chino, el rublo ruso, el euro) y en la iniciativa científico-técnica no se encuentra a la vanguardia absoluta como en otro tiempo. El cinturón industrial del medio oeste (con ciudades como Detroit, por ejemplo, otrora la capital del automóvil) se encuentra abandonado, con fábricas cerradas y población desocupada. Ello se debe a la migración que ha hecho muy buena parte de la industria hacia el Sur, donde encuentra trabajadores más baratos, así como zonas francas libres de impuestos y de regulaciones medioambientales. Levantar promesas de un renacer económico entusiasmó a la masa de votantes, hoy en día empobrecida, precarizada. Esa es la verdadera causa del triunfo de Donald Trump, y no el hackeo hecho por Rusia a los demócratas.
En ese intento de renacimiento (quizá más promesa de campaña que otra cosa) es donde aparece la faceta neonazi. Sabido es que el nazismo surgió en la Alemania de la pos Primera Guerra Mundial, en un clima de retroceso nacional. Luego de la derrota bélica, y habiendo quedado el país fuera del reparto territorial de las potencias imperialistas de entonces, la figura de Hitler y el ensalzamiento de valores ultranacionalistas xenofóbicos llevaron a la población alemana a creerse lo de raza superior y a emprender su proyecto expansionista.
El paisaje actual en el que gana Trump no es exactamente igual, pero hay ciertas analogías: el clima xenófobo y la promesa de expulsar o no permitir el ingreso de extranjeros que vienen a robar puestos de trabajo parece haber calado hondo en una población estadounidense que empieza a conocer la pobreza. A ello se suma un machismo arrogante y un espíritu de vaquero conquistador que no prometen nada bueno para quienes somos WASP (white, anglosaxon and protestant).
Estemos preparados porque los que vienen no parecen tiempos muy benévolos.
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