Al igual que sucedió con la crisis cambiaria de Argentina, los problemas económicos de Venezuela han sido señalados como prueba del fracaso de las políticas económicas heterodoxas. La narrativa es similar en ambos casos: gobiernos populistas que implementan medidas anti-inversión, una explosión en el precio de las materias primas que financia una expansión en el gasto social y en las importaciones, controles para evitar la fuga de capitales y, luego, una caída en el precio de las materias primas seguido de una crisis de balanza de pagos, merma en las reservas internacionales y depreciaciones forzosas, seguidas de episodios inflacionarios y crisis políticas.
No es muy distinto del relato que ha quedado inscrito en la historia de otras grandes crisis latinoamericanas, como la del Chile de Allende o el Perú de Alan García I. De hecho, se inscribe perfectamente dentro de la tradición de alegrones y fracasos del populismo latinoamericano, el cual hace a algunos concluir que no existe alternativa más que la ortodoxia económica.
Pero, ¿es así?
Ya en 1989, Rudiger Dornbusch y Sebastian Edwards alertaban sobre el ciclo de derrotismo del populismo económico latinoamericano, analizando precisamente los ejemplos de Chile y Perú. Sin embargo, concluían con una pregunta abierta: ¿Puede alguna forma de populismo económico tener éxito o no existe ningún espacio para ello? Y la respuesta era que sí, pero siempre y cuando se cumplieran ciertos criterios: mantenerse alejados de los controles cambiarios, una adecuada combinación de políticas de estímulo de la demanda y la oferta y disciplina fiscal. Cumpliendo estos criterios, los autores juzgan que aún hay bastante espacio para la redistribución.
Las crisis de Venezuela y Argentina no deben, entonces, juzgarse como el estándar de fracaso al que está condenada toda política redistributiva, sino más bien como una reedición de los errores ya conocidos del populismo latinoamericano.
El ejemplo más claro de ello es el mecanismo utilizado para el control de capitales. Aún si algunos liberales, gustarían de señalar que todo control de capitales es nocivo –idea que ya no es compartida ni siquiera por el Fondo Monetario Internacional– la realidad es que dichos controles no sólo funcionan –ahí está el caso de Ecuador y su Impuesto a la Salida de Divisas– sino que son un balance necesario para contrarrestar el desbalance entre movilidad de capitales y trabajadores. Este tipo de controles permite a los países evitar estar a merced de los mercados de capitales y ajustar el desbalance entre la movilidad de capitales y trabajadores. El problema en el caso de Argentina y Venezuela es que emplearon el tipo de cambio fijo, el cual tiene un historial muy negativo en Latinoamérica y es quizás el método menos amigable con el mercado, ello porque requiere que el gobierno entre a hacer aquello para lo que es menos bueno: manejar la economía a nivel micro.
El tipo de cambio –en condiciones libres– refleja las relaciones de intercambio entre las economías de distintos países, las cuales no son estáticas sino que están en constante evolución y ajuste. Un tipo de cambio fijo presupone que esas condiciones se mantendrán constantes; de lo contrario, se darían episodios de acumulación y desacumulación de reservas internacionales, que deberán ser frenados con controles cambiarios del tipo venezolano si se quiere mantener el tipo de cambio.
Y es aquí donde el modelo muestra sus garras. Como recordarán quienes vivieron en Guatemala los años setenta y ochenta, el modelo de tipo de cambio fijo es muy permeable a la corrupción, pues da una enorme discrecionalidad a quien controla las reservas internacionales para establecer qué tipo de actividades ameritan divisas y cuáles no. No era infrecuente en la Guatemala de esos años que alguien cercano a la banca central hiciera mucho dinero vendiendo dólares informalmente.
La única salida que parece quedarle a Venezuela ahora es la de realizar varias devaluaciones programadas –liberar intempestivamente los controles cambiarios lanzaría ondas de choque por toda la economía– y luego, una vez reducida la brecha entre el tipo de cambio nominal y el de la calle, liberalizar y cambiar a un sistema de control de capitales como el de Ecuador.
Pero esto no es de ninguna manera el final de la necesidad de controles de capitales. Es, quizás, todo lo contrario, el inicio de la discusión seria que se debe tener sobre cómo deben aplicarse éstos en el siglo XXI.
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