Pocas tareas generan tanta ansiedad como la de sentarse y definirse. Al mismo tiempo, el quién soy se nos antoja caprichoso, escurridizo e innecesario. Los momentos dedicados a conocerse no abundan en una vida común, ajetreada entre los compromisos laborales, las relaciones sociales y el ocio evasor. En la cotidianidad, la experiencia del paso del tiempo y su finitud pasa inadvertida, como si este breve lapso fuese eterno. Y es que la contingencia suele hacerse presente en situaciones extraordinarias, donde la vida se nos presenta desnuda en su esencia más elemental. Según Heidegger, si se desea vivir una existencia auténtica, debemos tomar conciencia de que el punto final se acerca.
En estos días en los que la muerte se hará patente, la pregunta de cómo quiero vivir mi vida después de este paréntesis podrá hacerse recurrente. Aunque no sea explícita, la respuesta siempre ha estado latente, pues vivir consiste en responderla de manera perenne. Puede ser útil llegar a articularla, y estos días pueden ser una buena oportunidad para intentarlo. Se suele pensar que la ruta empieza a la inversa: retroceder hasta entrar en nosotros mismos. Ahí se espera encontrar una identidad en ciernes que guarda una autenticidad única con un horizonte significativo personal. Algunos creen que el sentido vital se descubre. Otros creen que falta crearlo, como si fuese una obra artística. En ambos casos se tiene la certeza de que existe un yo auténtico que habita en un fondo interior incierto, al que recurrimos cuando requerimos de una brújula personal que nos ayudará a proyectarnos con una dirección clara hacia el futuro. Porque tener una vida con significado consiste en dedicarla a lograr algo que nos parece importante, alineado a nuestros valores y nuestros deseos. Si no es el caso, crece la angustiosa sensación de que estamos desaprovechándola.
En esta primera etapa del viaje a la inversa, uno se confina por un tiempo esperando conectar con esa profundidad. Durante el proceso se pone en tela de juicio todo lo recibido hasta ese momento, ya sea para integrarlo o para rechazarlo. Sin embargo, lo que dota de significado nuestras vidas jamás es producto de elecciones individuales, sino que es consensuado a través de la interacción con nuestros seres significativos. Porque, parafraseando a Taylor, la identidad es dialógica. El que cree que el viaje termina ahí saldrá con un yo distorsionado, producto de un individualismo desvirtuado, con una identidad incompleta, una mirada estrecha.
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Es peligroso cuando nuestros ojos se quedan viendo para adentro, encerrados en la caverna, con una mirada atrofiada. Las redes sociales son un ejemplo de ello: unas proyecciones narcisistas que algunas veces poco tienen que ver con lo que son. Y los demás, bajo este prisma instrumental, son vistos como medios para la propia realización, y no como parte de la realización. Los demás se comprenden subyugados al proyecto personal. Una mirada individualista que elige la alteridad en función de su aportación. Si no me aportas, vete. Así, todas las relaciones estarán condenadas al fracaso. Y parte de nosotros también lo estará. La lógica del amor no trivializa al otro, sino que lo absorbe en un nosotros. Amar es darse por un tiempo prolongado sin esperar recibir lo mismo a cambio.
Ahora bien, en el plano social, su equivalente es la solidaridad. Quiénes somos como sociedad será puesto a prueba estos días. ¿Acaso no es la misma lógica perversa la que sostienen quienes durante esta crisis preferirían prescindir del más vulnerable? Siempre he pensado lo mismo de aquellos que justifican la desigualdad más feroz en que esta provoca más competitividad, pero eso es otro tema. ¿De verdad seremos capaces de olvidarnos de las vidas humanas para convertirlas en cifras? La dignidad universal de las personas, en el sentido kantiano, supera esta lógica. Pero, si todo lo explicamos en términos de ganancias y pérdidas, jamás podremos entenderlo, pues lo verdaderamente importante jamás será expresado con un número.
En estos días de confinamiento veremos cómo nuestros proyectos personales irán pareciendo banales y se nos irá la vida en que nuestros seres queridos se mantengan sanos. A los más solidarios se les irá la vida en que todos se mantengan sanos. También caeremos en cuenta de que, parafraseando a Arendt, una vida privada se priva de las cosas que la hacen esencialmente humana. Solo espero que, cuando llegue el día en el que podamos decir con Saramago «al día siguiente no murió nadie», nuestra mirada sea más auténtica, más solidaria, más humana.
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