Luego leo un texto que dice que el mundo no tiene olores ni sabores ni colores ni sonidos, sino que todo son impulsos, frecuencias y partículas químicas que nosotros transformamos en sentidos. Las moléculas que forman nuestra materia no existen (versión simplificada de esa marcianada que explica que los átomos aparecen y desaparecen). Para el momento en que nos hacemos viejos, la mayor parte de nuestro cuerpo está conformado por bacterias.
Toda la realidad fáctica que ni siquiera dudamos en creer absoluta no es cierta. Solo existe nuestra percepción de ella.
¿Y nosotros mismos? Se supone que somos el cúmulo de nuestras experiencias. Esas se guardan como recuerdos. Pero resulta que, cada vez que sacamos un recuerdo del archivo para examinarlo, lo cambiamos. Reescribimos nuestra historia cuando la volvemos a leer.
No existimos. Ni nosotros ni la realidad objetiva ni nada. Todo es debatible, moldeable, modificable.
Salvo nuestros sentimientos. Dentro de todo lo que vivimos, las emociones son lo único irrefutable. Si yo estoy enojada, nadie me puede venir a decir que es mentira cómo me siento. El amor no se puede definir, pero tampoco negar. Las ofensas son personales. De eso se alimenta nuestra realidad, la propia, la íntima.
Toda percepción de un hecho tiene tantas versiones como personas lo vivieron. Y, aunque cada una tiene un componente de realidad, ninguna es la absoluta.
Aprendemos a apreciar las verdades de las personas que nos rodean y a poner límites en el momento preciso en que entendemos que cada uno tiene un mundo interior que solo se puede compartir de forma imperfecta. La famosa empatía, tal y como yo la entiendo, no es más que la aceptación de la imposibilidad de conocer toda la verdad. Vivimos entre humanos que cambian constantemente, que crecen, y nosotros mismos lo hacemos también.
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Eso nos ayuda a varias cosas: a no sentirnos responsables de los sentimientos de los demás, a no culpar a los demás de lo que sentimos y a alejarnos de aquellos que nos quieren imponer un set de emociones. Esa mañita en redes sociales de empujarnos a sentir indignación por tal o cual causa es perniciosa porque se mete en lo más profundo de nuestro ser.
Darnos cuenta de que solo nosotros tenemos control sobre lo que sentimos da libertad. Eso no quiere decir que siempre vamos a tener emociones positivas. Eso es imposible. Ni que tomáramos el famoso soma de Huxley. Pero sí nos libera de sentirnos impotentes ante las cosas que están fuera de nuestra capacidad de cambiarlas. Y casi todo cae en ese círculo. El tráfico, el clima, el humor de nuestro compañero de trabajo, la opinión de los demás…
Entender que puedo reescribir la forma en la que he vivido un hecho que me marcó para darle un nuevo sentido me ha ayudado a liberarme de muchas cargas pesadas. Poder decirle a uno de mis hijos «siento mucho que tú te sientas así, pero las cosas son distintas a como las percibiste; sería bueno que lo repensaras» les valida el interior, pero les pone en perspectiva lo sucedido.
Al aceptar que podemos equivocarnos al interpretar los hechos y que cada uno de nosotros tiene una reacción válida a estos nos abrimos al mundo, asignamos la importancia adecuada a las cosas y nos alejamos de lo que nos causa una constante molestia.
Nunca voy a saber si todos vemos el azul de la misma forma, pero me conformo con que le llamemos igual.
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