Hace un par de semanas recibí una invitación para hablar de rock clásico. Crucé la ciudad con la radio del auto encendida en Sónica, tratando de adivinar cómo podría ser la escena. Y ciertamente pensando en qué iba a decir: no había que sonar como un viejo pretendiendo ser joven. Tampoco como un preso del síndrome de Peter Pan o mucho menos como un académico en un campo que no necesita de enciclopedistas. Y sobre todas las cosas anteriores, desde adentro de mi cabeza me advirtió una voz: «Evita parecerte al especialista local en las películas de James Bond».
Y no sé si conseguí alguna de esas cosas o si patéticamente fui una combinación de todas. Lo que sé es que El Circo del Rock fue ese espacio compartido con el Fantástico Hombre Radio y el Lunático en Zancos —a quienes va mi más profundo agradecimiento— para hablar de cosas importantes y sencillas como a qué le llamamos rock clásico, cómo se inventó el sonido del heavy metal y la estética del punk o si Paul McCartney está muerto y fue reemplazado por un doble.
Que un programa que cumple ocho años en el aire te deje hablar de cosas como esas, y en su aniversario, es realmente memorable. Y de lo dicho hace un par de semanas —noté que escribo con un dejo nostálgico—, tal vez me quedo con esa reflexión compartida con los que estábamos en la cabina: lo que llamamos rock clásico, esa escena entre 1968 y 1973 en la que confluyen en sus orígenes Pink Floyd, los Beatles, los Rolling Stones, Jimi Hendrix, Cream, Bob Dylan, los Doors y muchos otros, que construyó contracultura sobre la base de la fusión con el blues. Este hecho es tan influyente para el rock como lo es el invento de la guitarra eléctrica (gracias, Les Paul: no estaríamos hablando de esto sin ti).
Ayer el Facebook de The Doors recordaba unas palabras de Jim Morrison: «I like singing blues—these free, long blues trips where there’s no specific beginning or end».
Y sin duda él lo disfrutaba a rabiar, como en esa versión del Roadhouse Blues con John Lee Hooker. Lo mismo que los disfrutaron los Rolling Stones en su confesa admiración por Muddy Waters, o como Syd Barrett lo dejó patente para combinar los nombres de Floyd Council y Pink Anderson.
Estar en El Circo del Rock me llevó a un conjunto de instantes absurdamente personales compartidos con la radio: cenas calentadas en microondas en un 7-Eleven en Estocolmo, una noche de insomnio después de ver por primera vez una fosa común en algún lugar de la carretera entre Huehuetenango y Quiché, algún párrafo de Por quién doblan las campanas en el que Robert Jordan argumenta por qué María es realmente un gran nombre, el volcán Pichincha vomitando ceniza sobre Quito al final del milenio y la puesta en escena perfecta para All of my love: mis hijas y mi esposa en una playa del Caribe de Costa Rica, a kilómetros de todo.
Me quedo con una sonrisa que se queda en mi cara con los Stone Temple Pilots cantando esa canción de carretera que me trajo la radio al empezar el camino a casa:
Promises of what I seemed to be,
only watched the time go by,
all of these things you said to me...
Gracias, El Circo del Rock.
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