Decía que la clase media cuenta con ventajas que le permiten influir más decisivamente que los ricos y los pobres. Por un lado, aunque la clase dominante le gana la partida en recursos, la clase media le saca tal ventaja numérica que neutraliza el efecto. Por el otro, aunque los pobres son muchos más, éstos no cuentan ni con la organización ni con los recursos mínimos para participar, por lo que sus voces no alcanzan a ser igual de escuchadas.
Es una hipótesis inteligente que explica bastante. En Guatemala, durante el período democrático la clase media ha sido gracias a su disciplina y a su influencia sobre el resto del electorado urbano, la que ha decidido casi siempre a quién sienta en la silla presidencial. En muchas de las elecciones realizadas a partir de 1985, el electorado del interior se ha decantado moderadamente por alguna opción, mientras el electorado urbano le corrige la plana votando masivamente por otra, que termina ganando gracias a este margen.
Luego, está también la capacidad de la clase media de hacerse escuchar e influir a favor de los casos que le preocupan. No en vano Juan Carlos Llorca los llamó “los que arman el escándalo, pues”. Y en medio de listones de muchos colores, la verdad es que muchas veces han conseguido sus objetivos, elevándose por sobre la impunidad con las alas de la justicia simbólica. Así es que, sí, hay evidencia que hace suponer que en Guatemala -como en el resto del mundo- la clase media es determinante.
Sin embargo, si en este punto uno da por satisfecha su curiosidad, se estará metiendo a una burbuja congelada en el tiempo, con una explicación perfecta para la Guatemala de hace 8 ó 10 años. Eso porque la clase media chapina ha ido perdiendo su brillo de ese tiempo para acá.
Si se repite muchas veces, hasta la mejor canción cansa. Y en algún punto la clase media chapina perdió lo que en inglés se conoce como mojo, esa magia invisible que hace a las personas ser muy efectivas. De ser un árbitro imparcial por encima de los pleitos sucios de la política, la clase media chapina pasó en algún punto a parecer más bien celosa guardiana del poder, tomando posiciones conservadoras en prácticamente todos los temas, se esté hablando de memoria histórica, fiscalidad o programas sociales.
En política –como en los mercados o en cualquier otro asunto competitivo- lo que ya se sabe o se puede predecir con certeza deja de ser relevante. Y quizás por eso mismo –y por el hecho de que el distrito metropolitano pasó de aportar un 23% de los votos válidos en 1985 a un 11% en 2011- la clase media chapina eventualmente pasó de reina absoluta de la política a una situación en la que todo parece escapársele de las manos.
Cuando un segmento demográfico es fuerte y tiene peso, los políticos tienden a ser cautelosos y no dicen nada que pueda contrariarlo. No es así, en cambio, cuando se trata de un segmento marginal. Y en Guatemala los dos políticos más relevantes del momento –Otto Pérez Molina y Manuel Baldizón- han, cada uno a su manera, contrariado abiertamente a la clase media del país.
Manuel Baldizón nos regaló en noviembre una entrevista cuya sinceridad deja bien en claro que no le importa lo que los lectores –la clase media urbana- piensen de él: puede ganar sin ellos. Y en el mismo período, el presidente Pérez Molina se lanzó a una batalla legal contra José Rubén Zamora, bien consciente que con esta acción atraería todos los dardos de una clase media profundamente creyente en las libertades constitucionales, especialmente si se trata de un periodista enfrentándose a un gobierno por el tema de la corrupción.
En ambos casos, no hay que tragarse tan fácilmente la hipótesis que “están mal asesorados”. Pérez Molina y Baldizón están donde están no precisamente por su ignorancia de la política. Ninguno de los dos puede razonablemente alegar que no conoce las reacciones negativas que sus comentarios generan. Más bien parece que ambos están haciendo una apuesta política en la que sacrifican a un electorado que correctamente perciben como menos relevante.
Es la misma lógica que Pérez Molina empleó al aliarse con caudillos del FRG en su campaña pasada, bien consciente de la apatía que eso generaría en la capital, donde muchos de sus potenciales votantes prefirieron votar nulo. El objetivo es acercarse a ese votante no urbano que ha desplazado a la clase media como el votante en la mediana y árbitro del poder, un votante al que es más fácil acercarse por vía de las redes clientelares y caudillistas del interior del país.
Ahora, ¿representa este reacomodo un golpe a los sectores de poder tradicionales? No necesariamente. El ENADE del año pasado ya demostró que el empresariado tradicional está dispuesto a ser creativo en cuanto a sus opciones políticas. Vimos –quién lo hubiera imaginado hace 2 años- a Sandra Torres en medio de la élite empresarial del país. El empresariado tradicional tiene los intereses y los recursos para incidir políticamente y encontrará la forma de hacerlo, aún si eso significa separarse de sus aliados tradicionales.
En cambio, para quienes este reacomodo sí representa un verdadero golpe es para la propia clase media, que de no tejer nuevas alianzas políticas verá su voz cada vez más disminuida y sus valores menos representados. Desde la Revolución, la clase media guatemalteca ha enarbolado ciertos valores como el rechazo al caudillismo que quizás no son compartidos con la misma intensidad por las clases emergentes, más proclives al corporativismo.
En una línea similar, la capacidad de la clase media de posicionar casos de su interés como “justicia simbólica” en el imaginario colectivo ha sido grandemente disminuida en los últimos años. En 2014, estoy seguro que sería difícil replicar el impacto mediático de un caso como el de Cristina Siekavizza. El abrumador peso de tantos casos en la impunidad –que gracias al rápido intercambio de información son cada vez más visibles- atraería rápidamente críticas sobre la distinción entre “justicia simbólica” y “justicia selectiva”.
En síntesis, un panorama sombrío se posa sobre la otrora dominante clase media guatemalteca. En el futuro, si las cosas continúan en el mismo rumbo, los líderes políticos le serán cada vez más distantes y se disminuirá su acceso a las instituciones del país. Sin embargo, si la clase media encontrara líderes que la despierten de su amodorramiento político y la encaminen hacia nuevas estrategias y alianzas –con empresarios emergentes y grupos indígenas, por ejemplo- quizás podría corregir el rumbo y recobrar el brillo político que tantos autores le han asignado a este singular segmento demográfico.
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