El ex primer ministro británico Tony Blair –en ese entonces todavía Líder de la Oposición– ofreció esta respuesta a la BBC en un documental de 1995 sobre los 16 años de gobierno del Partido Conservador. Los 16 años aún se prolongarían dos más, sumando 18 años y cuatro victorias electorales consecutivas de la derecha británica –un período en el que en algún momento se llegó a cuestionar si los laboristas alguna vez volverían a ganar una elección.
No se puede decir que un remedio sea bueno hasta no haber visto sus efectos en organismos fuertes y débiles. Para conocer bien las cosas, hay que probarlas en situaciones distintas. Remontarnos a esos tiempos y a esas discusiones tan alejadas del contexto puede entonces ser útil para entender mejor cómo funciona la democracia, ahora que algunos intentan sentarla en el banquillo de los acusados.
Abstrayéndonos de un aquí y ahora en el que el panorama electoral no es tan bueno para los partidos conservadores, la vista de águila describe más bien a la democracia como un árbitro de gran neutralidad en las disputas políticas. Si al día de hoy la perspectiva electoral de la derecha en general es pobre, esto se debe a asuntos coyunturales de cada contexto.
En Europa, por ejemplo, los recientes avances del progresismo pueden atribuírsele al cansancio con el persistente desempleo y estancamiento en países gobernados mayormente por partidos –y, sobre todo, por políticas– de corte conservador y democristiano. En Sudamérica, el famoso ascenso de la “marea rosa” obedece, entre otras cosas, a un histórico proceso de apropiación popular de los recursos naturales de la región, de manos de élites corruptas y rentistas que los habían controlado tradicionalmente. Por su parte, en Guatemala, los dolores de cabeza de los conservadores vienen mayormente de los problemas que tiene la élite tradicional para acomodar a tantos nouveaux riches del ya sobre-analizado ascenso de los capitales emergentes.
Pero todo esto no significa que la democracia esté sesgada en contra del conservadurismo. Lejos de eso, los han habido también contextos y períodos en que el electorado se ha mostrado conservador; a veces, incluso, de manera radical. Empleando el concepto de izquierdas y derechas de Bobbio –según el cual ambas tendencias se distinguen por su preferencia entre igualdad y desigualdad– la democracia sólo podría describirse como “neutra” o “de centro” en el espectro ideológico actual. Ello porque la evidencia no apunta a ninguna relación duradera entre democracia y desigualdad.
El economista serbio Branko Milanovic midió la desigualdad global durante las últimas tres décadas y concluyó que ésta ha mostrado una ligera tendencia al alza. Esto, mientras la democracia global –según el Índice de Democracia de The Economist- mostró inequívocos avances. Es decir, a nivel global, durante las últimas tres décadas nos volvimos al mismo tiempo más democráticos y más desiguales. Si bien hay economistas que se alejan un poco de los resultados de Milanovic –entre ellos el estrambótico economista neoliberal Xavier Sala-i-Martin– en ningún caso presentan algo muy diferente: no hay reducción significativa de la desigualdad global en las décadas más democráticas.
Más bien, al hacer un análisis caso por caso, saltan a la vista ejemplos donde las democracias han votado por políticas que implican –a veces de forma drástica– mayor desigualdad. La transición política de los países de Europa oriental en los noventas sería un ejemplo, al igual que el ya mencionado caso británico. O Reagan. De hecho, una de las medidas más conducentes a la desigualdad de Margaret Thatcher fue precisamente una democrática: obligar a los sindicatos a realizar elecciones.
¿Por qué los votantes a veces están dispuestos a aceptar un poder más concentrado en pequeñas élites y otras veces no? Parte de la respuesta puede estar en un análisis de la importancia relativa de los factores de producción de cara al crecimiento económico. Durante las tres décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, el estado de la tecnología y la naturaleza de los procesos productivos favorecieron la igualdad, pues durante este tiempo perdió importancia relativa el “emprendedor schumpeteriano” versus los factores estructurales como el nivel de inversión y el empleo. Por el contrario, la llegada de la Revolución Digital en las últimas décadas del siglo pasado concentró una importancia mayúscula en la figura del emprendedor, el cual se erigió como el único gestor eficiente posible de las nuevas tecnologías –para ejemplo, Steve Jobs y los emprendedores de Silicon Valley. Los votantes reconocieron esto y favorecieron arreglos políticos que permitieran maximizar los beneficios de la Revolución Digital, dotando a estos emprendedores de amplios márgenes de acción.
A la hora de votar, al electorado no le preocupa únicamente la desigualdad. Es uno de varios factores. Por ello, cuando una élite ofrece la posibilidad de mejora en la economía o en algún otro aspecto importante de la vida, el electorado usualmente está más que dispuesto a otorgarle poder. En cambio, cuando la contribución de esa élite a la ciudadanía se vuelve poca, ésta progresivamente le retira el poder, lo cual en parte explica las presiones redistributivas del presente, en un contexto que ya algunos economistas describen como de agotamiento tecnológico. Lo que la democracia garantiza no es que no existan élites sino que la razón de ser de éstas esté siempre atada a sus aportes al interés general, sean estos aportes su liderazgo, su capacidad de gestión e innovación o simplemente su capacidad de inspirar a los demás actores económicos.
Históricamente, los votantes le han reconocido un valor grande a estos aportes, así que competir democráticamente no es en absoluto una opción suicida para ninguna élite productiva. Todo lo contrario, como muestra el historiador económico Gregory Clark, incluso sociedades tan democráticas como Suecia o el Reino Unido siguen en buena medida albergando y reconociendo a la misma élite tradicional de varios siglos de antigüedad. En una falta de reciprocidad, sin embargo, el académico guatemalteco Warren Orbaugh no le reconoce igual valor a los votantes. Dice que “la concepción de ‘justicia’ de los demócratas conduce a la injusta confiscación de la propiedad de los acaudalados”. Parece que los cree muy simples. Se sorprendería descubriendo cuán complejos son.
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